domingo, 20 de mayo de 2012

Algo tiene que tener el Don.

Nada mejor para superar la melancolía de la hora violeta del domingo que tener la perspectiva de ver un nuevo capítulo de la serie que llevas. “Que llevas”, como antes se decía. Antes de afirmar que dado que estoy en Nueva York puedo disfrutar ya de la quinta temporada de Mad men, me impondré un castigo de cincuenta latigazos para satisfacer a aquellos que consideren esta circunstancia un acto de imperdonable esnobismo (con la que está cayendo).
Sí, estoy viendo la quinta temporada. Tranquilos. Pueden seguir leyendo aquellos que temen que desvele detalles de la actual vida de Don Draper. La letra con sangre entra y ya aprendí a no soltar prenda tras haber pecado de bocazas con Match Point, la última gran película de Woody Allen. Una lectora me llamó “spoiler”. La traducción literal de spoiler en castellano es “hijaputa que cuenta el final de las películas”. Esta lectora, para mi desgracia, no sabía inglés. Por tanto, aprendida la lección, más que hablar del argumento, me voy a perder por caminos de sociología improvisada de los que no sé si saldré con brío.
Es tal la fiebre que está provocando esta serie situada en el Nueva York de los sesenta que los profesores universitarios se han lanzado a analizar las razones de su influencia. Son varias las académicas que me han mostrado su irritación por considerar que la serie está contagiando, con la malignidad de un virus, una nostalgia no ya de un mero aspecto estético, sino de las relaciones desiguales que mantenían entonces hombres y mujeres. Hmmm. Les confieso algo: en estos tiempos en que las mujeres afirman conocer bien el alma femenina por el hecho de ser mujeres, yo me atormento por no llegar a entender demasiado a mis congéneres. Digo esto porque mientras las estudiosas ven en la serie el peligro de que la nostalgia degenere en una corriente reaccionaria que lleve a las espectadoras a desear que las maltraten sus jefes y maridos, las mujeres reales, las que se sientan frente al televisor no en su condición de expertas, sino de simples espectadoras, aman a ese hombre infiel, de oscuro pasado, desconsiderado y de fondo dulce. Y como se supone que ellas, las simples espectadoras, las que no son académicas, saben distinguir entre realidad y ficción, son capaces de imitar aquello de la serie que es extrapolable al presente, los vestidos rojos, las curvas, los pantalones pesqueros, la bisutería y el rabillo en el ojo, y consideran las relaciones denigrantes entre hombres y mujeres, entre heteros y gais, entre blancos y negros, como parte indispensable de ese objetivo realista que persigue la serie. A menudo, a los expertos en exceso ideologizados les falta contar con el elemento humano. Cuando una mujer se convierte en espectadora de las andanzas de ese hombre atormentado al que cualquiera quisiera consolar (al menos por una noche), no desea en absoluto que ese hombre se comporte como su pareja. Si a nuestra pareja le exigimos fidelidad, a Don Draper lo que le pedimos es que sea un randa.
Es tal la fiebre que está provocando ‘Mad men’, que los profesores universitarios analizan por qué influye tanto
La cuarta temporada finalizó con el protagonista pidiendo en matrimonio a su secretaria y se produjo una alarma general. ¿Cómo, Don Draper abocado a la fidelidad, Don Draper volviendo a casa pronto para cenar con su mujer? Los problemas de producción de la serie han retrasado dos años la quinta temporada. Dos años en los que hemos estado en un sinvivir. Y aquí está de nuevo. No diré nada. Mi boca está sellada por miedo a que me la rompan. Solo adelanto que comencé a verla con mucha prevención, y tras cinco capítulos comienzo a advertir con alegría que Don es incapaz de serenar su corazón. Y así sucede con el resto de los personajes: cuando parece que despuntan, alguien les da una patada mandándoles al fondo del pozo; cuando se mudan a los suburbios para disfrutar de la feliz vida de urbanización de los sesenta (ya lo contaron John Cheever o Richard Yates), consuelan su infelicidad con aventuras desaconsejables o con el alcohol. La vida misma de aquella década ilustrada con una banda sonora que contiene el mejor pop que se haya compuesto nunca. Por cierto (tampoco destapo nada si lo cuento), por vez primera los ex-Beatles han permitido que una canción suya aparezca en un capítulo de una serie televisiva. ¿Por qué han elegido precisamente Mad men? Porque tienen criterio y buen gusto, porque hasta el momento nadie había retratado con tanto tino la esencia de una época y porque la incursión de la música pop en la publicidad también supuso una revolución estética.
Ay, pasamos la vida denunciando la tendencia de los hombres a considerarnos menores de edad (aunque hayamos llegado al medio siglo) y en ocasiones son nuestras hipotéticas defensoras las que nos colocan en tan humillante posición. He aquí una espectadora que detesta ser engañada en la vida real, pero que gruñe si ese hombre, Don, se refugia en brazos de una sola mujer. He aquí una espectadora que ama las tetas de Cristina Hendrix, lo cual no significa que defienda una sociedad en la que las mujeres tengan que abrirse el escote para conseguir un ascenso. He aquí una espectadora que abandona sus principios cuando Don aparece en pantalla. La imaginación es contradictoria y subversiva. Y algo tiene Don que los actores jóvenes habían perdido y que las espectadoras hemos recuperado.

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