Sí, estoy viendo la quinta temporada. Tranquilos. Pueden seguir leyendo aquellos que temen que desvele detalles de la actual vida de Don Draper. La letra con sangre entra y ya aprendí a no soltar prenda tras haber pecado de bocazas con Match Point, la última gran película de Woody Allen. Una lectora me llamó “spoiler”. La traducción literal de spoiler en castellano es “hijaputa que cuenta el final de las películas”. Esta lectora, para mi desgracia, no sabía inglés. Por tanto, aprendida la lección, más que hablar del argumento, me voy a perder por caminos de sociología improvisada de los que no sé si saldré con brío.
Es tal la fiebre que está provocando esta serie situada en el Nueva York de los sesenta que los profesores universitarios se han lanzado a analizar las razones de su influencia. Son varias las académicas que me han mostrado su irritación por considerar que la serie está contagiando, con la malignidad de un virus, una nostalgia no ya de un mero aspecto estético, sino de las relaciones desiguales que mantenían entonces hombres y mujeres. Hmmm. Les confieso algo: en estos tiempos en que las mujeres afirman conocer bien el alma femenina por el hecho de ser mujeres, yo me atormento por no llegar a entender demasiado a mis congéneres. Digo esto porque mientras las estudiosas ven en la serie el peligro de que la nostalgia degenere en una corriente reaccionaria que lleve a las espectadoras a desear que las maltraten sus jefes y maridos, las mujeres reales, las que se sientan frente al televisor no en su condición de expertas, sino de simples espectadoras, aman a ese hombre infiel, de oscuro pasado, desconsiderado y de fondo dulce. Y como se supone que ellas, las simples espectadoras, las que no son académicas, saben distinguir entre realidad y ficción, son capaces de imitar aquello de la serie que es extrapolable al presente, los vestidos rojos, las curvas, los pantalones pesqueros, la bisutería y el rabillo en el ojo, y consideran las relaciones denigrantes entre hombres y mujeres, entre heteros y gais, entre blancos y negros, como parte indispensable de ese objetivo realista que persigue la serie. A menudo, a los expertos en exceso ideologizados les falta contar con el elemento humano. Cuando una mujer se convierte en espectadora de las andanzas de ese hombre atormentado al que cualquiera quisiera consolar (al menos por una noche), no desea en absoluto que ese hombre se comporte como su pareja. Si a nuestra pareja le exigimos fidelidad, a Don Draper lo que le pedimos es que sea un randa.
Es tal la fiebre que está provocando ‘Mad men’, que los profesores universitarios analizan por qué influye tanto
Ay, pasamos la vida denunciando la tendencia de los hombres a considerarnos menores de edad (aunque hayamos llegado al medio siglo) y en ocasiones son nuestras hipotéticas defensoras las que nos colocan en tan humillante posición. He aquí una espectadora que detesta ser engañada en la vida real, pero que gruñe si ese hombre, Don, se refugia en brazos de una sola mujer. He aquí una espectadora que ama las tetas de Cristina Hendrix, lo cual no significa que defienda una sociedad en la que las mujeres tengan que abrirse el escote para conseguir un ascenso. He aquí una espectadora que abandona sus principios cuando Don aparece en pantalla. La imaginación es contradictoria y subversiva. Y algo tiene Don que los actores jóvenes habían perdido y que las espectadoras hemos recuperado.
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