En la 'era de la información' la transparencia aparece como un valor en sí mismo, contrapuesto a lo oculto, lo clandestino. Pero lo secreto, hoy desprestigiado, no tiene por qué ser, necesariamente, un valor siempre negativo
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La información es adictiva, engendra apetito por más información y pide combatir cualquier obstáculo que la opaque o estanque. Internet se ha convertido en un tsunami intangible que está arrasando con las barreras que tradicionalmente protegían la información reservada de personas e instituciones. Aplaudimos las secreciones que revelan las tripas de gobiernos y corporaciones, pero consideramos inviolables nuestros datos, inconscientes del rastro digital que dejamos sobre nuestros movimientos, elecciones y conversaciones. Nutrimos ese rastro a diario, con perfiles, agendas y álbumes fotográficos.
Y este flujo informativo, para seguir creciendo, se ha convertido en un Moloch que pide más transparencia, velocidad y redes para circular. Todo inmediato, todo accesible, todo a la vista. "Entramos en la era de las águilas —escribe Gérard Wajcman—. La característica de las águilas es tener los ojos más grandes que el cerebro. Esto no significa que sean idiotas, sino que piensan con sus ojos. La mirada se ha vuelto soberana. El ojo hipermoderno quiere verlo todo, animado y provisto de esta creencia: que la verdad está en lo visible." (El ojo absoluto. Manantial, 2012)
El sueño panóptico de Jeremy Bentham se ha hecho realidad: todo está a nuestro alcance visual, podemos observar desde el móvil a nuestro hijo en la guardería y aterrizar en una calle de Tokio desde una perspectiva aérea que sólo podría permitirse un cosmonauta. Se vigilan mutuamente personas y poderes, en una exigencia constante de ejemplaridad. Todo lo oculto adquiere hoy un sentido negativo, si no directamente criminal: un rostro, un informe, un pasado, una llamada oculta... Ni rastro del glamur del antifaz, del que todavía hizo gala el subcomandante Marcos, o la admiración que despertaban los servicios secretos, supongo que por ser secretos y disponer de carta blanca.
Prestigio y atracción
El secreto mantuvo a lo largo del siglo XX un cierto prestigio, un aura, que distinguía a iluminados (las apariciones marianas en Fátima), pioneros (patentes o fórmulas como la de la Coca-Cola) y poderosos (la bomba atómica). También lo clandestino se benefició de este halo atractivo y misterioso, en el mundo del crimen como en el de la lucha política. La guerra fría se sustentó en una cultura del secreto que nos llegó a través de novelas y películas, de historias de espías y mensajes encriptados. Como señala Vicente Verdú en El estilo del mundo (Anagrama, 2003), "en el capitalismo de producción, el secreto era una condición de la religión, del arte, de la política o del sexo, pero ahora, en el capitalismo de ficción, el secreto huele mal; es dudoso, acaso terrorista y políticamente incorrecto".
No es extraño que, caído el muro de Berlín, aparecieran series, como X-Files (1993-2002) o películas como JFK (Stone, 1991), en las que el estado aparecía como un gestor de tramas ocultas urdidas a espaldas del interés general.
Otro hito que ilustra este periodo de emancipación es la serie de libros editados por Russ Kick, al frente de Disinformation (www.disinfo.com), como You are being lied to (2001) o Everything you know is wrong (2002), pilares de ese ruido conspiranoico que acabó en algo más serio, con colaboradores como Naomi Klein, Howard Bloom, Arianna Huffington, Richard Metzger, Paul Kressner o Noam Chomsky. Desvelar secretos e intereses ocultos parecía, si no la única manera de explicar la realidad, una labor higiénica imprescindible desde la que sentar las bases de otro contrato social, el de la transparencia. Esto no significa que lo secreto haya desaparecido o dejado de importar, como han demostrado los escándalos suscitados por Wikileaks, pero sí que, ante las seguras filtraciones y micros abiertos, los estados y corporaciones asumen que deben ajustar cada vez más su hoja de ruta pública a los medios que emplean para conseguirla.
Las incongruencias se denuncian a diario (empresas cool que emplean niños en talleres remotos, ejércitos democratizadores que torturan, despilfarros de estado mientras se exige sacrificio a los ciudadanos) y las políticas de silenciamiento convencionales no sirven. Ahora se combate el ruido con ruido, las evidencias con reinterpretaciones convenientes de las mismas. Con el secreto, agoniza también la censura, pero no las estrategias para distraer, imponer o desprestigiar opiniones. Es aquí donde se está librando la verdadera batalla, en la capacidad para forzar una determinada lectura de los datos y las imágenes. Para Christian Salmon (Storytelling. Península, 2008) el nuevo orden mundial no es otra cosa que un nuevo orden narrativo.
En cualquier caso, el porqué de las cosas nunca ha sido tan claramente impreso y pronunciado como hoy. La guerra de Iraq o la crisis económica desatada en el 2008, han sido expuestas en los medios, en su complejidad y con lógicas divergencias, sin las máscaras y simplificaciones que solían componer el relato político en el siglo XX. En apenas dos décadas, aquel paternalismo se ha diluido ante una ciudadanía harta de cuentos y provista de tecnología con la que vigilar, compartir y, quizás, comprender mejor. Pero ¿de qué sirve que te cuenten abiertamente que la CIA puso a Pinochet, que Bush sabía que no habían armas de destrucción masiva o que los estados pagan con dinero público las pérdidas de bancos y cajas malbaratados por sus directivos, si a continuación no ocurre nada?
Se ha estrechado el espacio para la ficción política, para el juego de acción-reacción, para escenificar reprimendas o evoluciones que no sean reales. No hay jarabe para indignados, ni un solo gesto para la catarsis. Esto es lo que hay, parece que nos dicen a diario desde los medios, es esto o el caos. La indignación se ha vuelto estupor. El documentalista Adam Curtis llama a este efecto el Ohdearism! (¡santocielo!), y es el resultado de décadas de transmitir desgracias por televisión sin vincularlas a sus motivaciones, sin dejar espacio a la reflexión y a las demandas de responsabilidad. ¿Qué reflexiones pueden hacerse hoy, cuando antes de que acabe una manifestación, ya ha comenzado su batalla de imágenes en la red? Todo está a la vista, y cada vez más, sólo a la vista.
En gran medida, todo lo que no sabían los unos de los otros, la sospecha, estimuló en el siglo pasado la militancia política. La hipervisión engendra hoy nihilistas, ciudadanos hartos, informados y entumecidos.
No es fácil sacar conclusiones, ya que parece que resultaba más fácil manejarse en un mundo interpretado entre líneas. "Ya no creemos que la verdad siga siendo la verdad si se le quitan los velos", escribió Nietzsche.
¿Volveremos entonces al secreto? El secreto es una forma de conocimiento compartido. Los secretos conforman grupos y las confesiones estrechan lazos y dependencias.
En la red, proliferan páginas en las que la gente cuelga secretos, propios y ajenos, verdaderos confesionarios de la era digital. También existen empresas dispuestas para facilitar las infidelidades, contando con que en la pareja, la transparencia absoluta no celebra aniversarios. De hecho, la red y sus nubes, son un gigantesco confesionario.
La herramienta a la que otorgamos tanto protagonismo en la era de la transparencia, no es otra cosa que un secretario global, custodiando los secretos de millones. Historiales que, aislados, suponemos protegidos por protocolos, leyes y electroduendes, son considerados al detalle, y vigilados en conjunto para aprender de una supuesta sabiduría de las masas, una mente- colmena capaz de avanzar información sobre modas, epidemias o tormentas. Pero sobre todo, sobre el propio uso de las máquinas y programas. Son máquinas aprendiendo de nosotros para servirnos mejor, se nos dice. No es agradable que te tengan previsto, la verdad, y cada vez que apretamos una tecla, estamos facilitando esa tarea a alguien. O algo.
Por eso, como ocurría en 1984, la novela de Orwell, hay quien empieza a preocuparse por los puntos ciegos del sistema, los ángulos muertos, las rutas y los procedimientos que no dejen huella. Volver al secreto, al anonimato, ser inmune a los registros y que no te multen por ciberdelincuente. En una sociedad transparente, aprender a ser invisible es una asignatura urgente, "inevitable en un mundo cuadriculado por la mirada", en opinión de Wajcman.
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