Mientras dormimos
Dormimos durante años. Y mientras nos entregamos al sueño, la vida prosigue, incluso la nuestra. No dormir es un sinvivir, un sinvivir en vida. Dormir es una forma de existir. Se dice que hemos de tener en cuenta que despiertos participamos en un mundo común, mientras que el mundo de los sueños es singular y más inaccesible. Ello nos llevaría, de la mano de Heráclito, a considerar que no compartir un mundo en común es estar realmente dormido. Por tanto, no hemos de dar por supuesto que no haya seres humanos presuntamente despiertos pero en verdad profundamente dormidos.
No deja de ser cierto que esta somnolencia permanente alimenta formas de docilidad, de resignación y de desconfianza en las propias fuerzas y capacidades, y es eficaz para que mientras estamos despiertos prosiga ocurriendo sin dificultades algo similar a lo que sucede mientras dormimos, lo cual no es muy reconfortante.
No es cuestión, sin embargo, de hacer llamamientos indiferenciados a despertar. Se ha hecho y se hace, y con intenciones bien distintas, algunas de las cuales más aconsejarían seguir durmiendo. Se trata una vez más de no huir de nuestras propias tareas y responsabilidades, de asumir la necesidad en todas la circunstancias, incluso las más complejas y espinosas, de abrir y procurar caminos, no sólo para nosotros mismos.
No suele ocurrir que quienes lo tienen más difícil se aletarguen más en el sopor de la inactividad, sesteando ante la vida. Se trata de equilibrar el hacer con el soñar. Lo fatigoso de no dormir no es sólo no descansar, lo penoso de no dormir es asimismo no soñar. Puede en efecto soñarse despierto e incluso es aconsejable, siempre y cuando no nos limitemos a hacerlo. O lo que es más doloroso, siempre que no sea nuestra única posibilidad.
Mientras dormimos, a nuestro modo perseguimos una razón que nos permita despertar, e incorporarnos, y levantarnos. Bien podría suceder que nos ocurra como a Gregorio Samsa, quien, como señala Kafka en La metamorfosis, “una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruosos insecto”. Pero tal vez el dormir y el dejar de hacerlo nos ayudan a verlo. Frecuentemente nos hallamos al despertar con la sorpresa de seguir reconociéndonos en la memoria de lo que hemos vivido, suponiendo que somos los de antes de acostarnos, y quizás asumiéndolo y aceptándolo. Bien lo señala Nabokov; “es un escarabajo pero con ojos humanos”.
“¿Qué pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías?”, se pregunta Samsa. Mientras dormimos se producen algunas transformaciones y el mundo prosigue su curso. Al abrir los ojos queremos enterarnos, conocer, saber también de nosotros mismos. Mientras dormimos no duerme el mundo y no pocos velan por nosotros, nos cuidan, a la par que otros parecen empeñados en procurarnos razones para desvelarnos. Pero cada vez que nos distanciamos, algo o alguien se nos acerca o aleja. Despertar exige restablecer la distancia adecuada con nosotros mismos y con el mundo. Sólo así el sueño es, como solemos decir, reparador.
Ciertamente cabe la posibilidad de proseguir dormidos con los ojos abiertos, emboscados en tareas y ocupaciones sin especial interés o de dormitar en idas y venidas. Tal vez ello nos permita soñar. Pero muy singularmente nuestras convicciones e ideales también lo necesitan. Quienes no sueñan son peligrosos. Quienes se limitan a hacerlo conviene, si les es posible, lo que no siempre resulta fácil, que de vez en cuando traten de despertar, aunque no esté garantizado lo que pueden encontrarse y con quien. Para empezar, con lo que ha venido a ser uno mismo.
Resulta inquietante cuando como muertos vivientes deambulamos confirmando lo que el mismo Heráclito nos dio a entender, al afirmar que mientras estamos despiertos pensamos en la muerte y mientras dormimos, en la vida. Pero muerte y vida se entreveran tanto como la necesidad de dormir y la de no limitarnos a hacerlo. No dormir resulta insoportable. No ser capaces de despertar supone no poder nunca decidir dormirnos. Afrontar el temor de encarar lo que ha sucedido, lo que nos ha sucedido, hace del despertar todo un imprescindible atrevimiento.
“¿Qué pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías?”, se pregunta Samsa. Mientras dormimos se producen algunas transformaciones y el mundo prosigue su curso. Al abrir los ojos queremos enterarnos, conocer, saber también de nosotros mismos. Mientras dormimos no duerme el mundo y no pocos velan por nosotros, nos cuidan, a la par que otros parecen empeñados en procurarnos razones para desvelarnos. Pero cada vez que nos distanciamos, algo o alguien se nos acerca o aleja. Despertar exige restablecer la distancia adecuada con nosotros mismos y con el mundo. Sólo así el sueño es, como solemos decir, reparador.
Ciertamente cabe la posibilidad de proseguir dormidos con los ojos abiertos, emboscados en tareas y ocupaciones sin especial interés o de dormitar en idas y venidas. Tal vez ello nos permita soñar. Pero muy singularmente nuestras convicciones e ideales también lo necesitan. Quienes no sueñan son peligrosos. Quienes se limitan a hacerlo conviene, si les es posible, lo que no siempre resulta fácil, que de vez en cuando traten de despertar, aunque no esté garantizado lo que pueden encontrarse y con quien. Para empezar, con lo que ha venido a ser uno mismo.
Resulta inquietante cuando como muertos vivientes deambulamos confirmando lo que el mismo Heráclito nos dio a entender, al afirmar que mientras estamos despiertos pensamos en la muerte y mientras dormimos, en la vida. Pero muerte y vida se entreveran tanto como la necesidad de dormir y la de no limitarnos a hacerlo. No dormir resulta insoportable. No ser capaces de despertar supone no poder nunca decidir dormirnos. Afrontar el temor de encarar lo que ha sucedido, lo que nos ha sucedido, hace del despertar todo un imprescindible atrevimiento.
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