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Hoy se acaba House, el malnacido doctor se irá para siempre a la tumba (no de un modo literal, al menos a esta hora, cuando aún no se ha emitido el último episodio) y dejará en paz al mundo y al universo en general. El fenómeno House, inexplicable desde un punto de vista sociológico pero absolutamente comprensible desde un punto de vista humano, se irá así a descansar al panteón de los personajes inmortales en clave televisiva. Le esperan Tony Soprano, Vic Mckey y Stringer Bell.
Han sido ocho años de mala educación, grosería, insensibilidad, estupidez y mala baba. Ocho años de amor incondicional hacia un miserable al que no dudaríamos en zurrar si un día posara un solo dedo en alguno de nuestros seres queridos pero que sin embargo nos hace gracia al verlo ejercer de Belcebú en cuerpos ajenos.
La empatía, ese sentimiento jeroglífico, ha sido el secreto del buen doctor House, seguramente debido al inmenso talento y buen hacer de ese actor de voz grave llamado Hugh Laurie, que empezó riéndose del mundo junto a Stephen Fry en la televisión británica y ha acabado riéndose de él mismo (y seguramente hasta el gorro) interpretando a un memorable villano que trata de dignificar el término. Reconozcámoslo, Gregory House es un cabronazo: denigra a los pacientes, parasita a sus amigos, humilla a sus parejas y ofende hasta a su sombra. Incluso su bastón huiría de él si alguna vez le quitara los ojos de encima pero, sin embargo, todos nos iríamos de copas con el facultativo más mamarracho que ha dado la medicina catódica aún sabiendo que probablemente a la mañana siguiente estaríamos en comisaría o en el psiquiátrico. A su lado, ese bastardo llamado doctor Benton (los fans de Urgencias le odiaban a él con la misma intensidad que amaban a Carter) es el buen samaritano.
La cosa (su éxito) tiene aún mas mérito si admitimos un axioma fundamental: House es cansina. Cierto, tiene episodios brillantes pero básicamente se apoya en una columna vertebral de arcilla: 1) Presentación del paciente/conflicto, 2) Resolución ficticia del problema/empeoramiento del paciente, 3) Genialidad en el diagnóstico/mejoría del paciente/lección vital al canto. Claro, llegados a cierto punto tuvieron que liarle con Cuddy, meterle en la cárcel, quitarle las drogas, ponerle a caminar como si tal cosa, insuflarle sentimientos y hasta sentido común. Lo que fuera con tal de borrar la sombra de la rutina, con éxito discreto, cabe reseñar.
Ahora bien, el auténtico héroe, al menos en mi humilde opinión, es ese pupas llamado Wilson. Wilson es el único amigo del doctor House, un tipo de alma liviana, un doctor Watson de pacotilla. A él le llueven los palos, las traiciones y las puñaladas y –a pesar de todo- no huye, no traza una línea roja en el suelo y alza una valla electrificada para protegerse. Al contrario: parece que a Wilson le gusta que le maltraten, como una especie de criatura adicta al dolor que disfruta de los bofetones del amo.
Seguramente cuando Rousseau hablaba de la perfecta relación entre profesor y discípulo no pensó en House y Wilson, un jinete del Apocalipsis cabalgando junto a Lassie. Si alguien va a celebrar el final de este culebrón médico monotemático es el pobre desgraciado que ha aguantado lo indecible, perdido novias, dinero, cordura y prestigio. El chaval que ha asesinado todas sus posibilidades de ser un tipo feliz a cambio de seguir el rastro de un genio drogadicto y chiflado cuyos delirios sociópatas provocarían impulsos asesinos en el mismísimo Ghandi. Por él, por Wilson, por esa pobre alma de cántaro condenada al infierno en vida, cabe alegrarse del final de House. Al otro, al diablo cojo, le añoramos desde ya: jamás un truhán nos había hecho pasar tan buenos ratos. Te echaremos de menos House; descansa en paz, Wilson.
Han sido ocho años de mala educación, grosería, insensibilidad, estupidez y mala baba. Ocho años de amor incondicional hacia un miserable al que no dudaríamos en zurrar si un día posara un solo dedo en alguno de nuestros seres queridos pero que sin embargo nos hace gracia al verlo ejercer de Belcebú en cuerpos ajenos.
La empatía, ese sentimiento jeroglífico, ha sido el secreto del buen doctor House, seguramente debido al inmenso talento y buen hacer de ese actor de voz grave llamado Hugh Laurie, que empezó riéndose del mundo junto a Stephen Fry en la televisión británica y ha acabado riéndose de él mismo (y seguramente hasta el gorro) interpretando a un memorable villano que trata de dignificar el término. Reconozcámoslo, Gregory House es un cabronazo: denigra a los pacientes, parasita a sus amigos, humilla a sus parejas y ofende hasta a su sombra. Incluso su bastón huiría de él si alguna vez le quitara los ojos de encima pero, sin embargo, todos nos iríamos de copas con el facultativo más mamarracho que ha dado la medicina catódica aún sabiendo que probablemente a la mañana siguiente estaríamos en comisaría o en el psiquiátrico. A su lado, ese bastardo llamado doctor Benton (los fans de Urgencias le odiaban a él con la misma intensidad que amaban a Carter) es el buen samaritano.
La cosa (su éxito) tiene aún mas mérito si admitimos un axioma fundamental: House es cansina. Cierto, tiene episodios brillantes pero básicamente se apoya en una columna vertebral de arcilla: 1) Presentación del paciente/conflicto, 2) Resolución ficticia del problema/empeoramiento del paciente, 3) Genialidad en el diagnóstico/mejoría del paciente/lección vital al canto. Claro, llegados a cierto punto tuvieron que liarle con Cuddy, meterle en la cárcel, quitarle las drogas, ponerle a caminar como si tal cosa, insuflarle sentimientos y hasta sentido común. Lo que fuera con tal de borrar la sombra de la rutina, con éxito discreto, cabe reseñar.
Ahora bien, el auténtico héroe, al menos en mi humilde opinión, es ese pupas llamado Wilson. Wilson es el único amigo del doctor House, un tipo de alma liviana, un doctor Watson de pacotilla. A él le llueven los palos, las traiciones y las puñaladas y –a pesar de todo- no huye, no traza una línea roja en el suelo y alza una valla electrificada para protegerse. Al contrario: parece que a Wilson le gusta que le maltraten, como una especie de criatura adicta al dolor que disfruta de los bofetones del amo.
Seguramente cuando Rousseau hablaba de la perfecta relación entre profesor y discípulo no pensó en House y Wilson, un jinete del Apocalipsis cabalgando junto a Lassie. Si alguien va a celebrar el final de este culebrón médico monotemático es el pobre desgraciado que ha aguantado lo indecible, perdido novias, dinero, cordura y prestigio. El chaval que ha asesinado todas sus posibilidades de ser un tipo feliz a cambio de seguir el rastro de un genio drogadicto y chiflado cuyos delirios sociópatas provocarían impulsos asesinos en el mismísimo Ghandi. Por él, por Wilson, por esa pobre alma de cántaro condenada al infierno en vida, cabe alegrarse del final de House. Al otro, al diablo cojo, le añoramos desde ya: jamás un truhán nos había hecho pasar tan buenos ratos. Te echaremos de menos House; descansa en paz, Wilson.
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