Un amigo para toda la vida
Bárbara Jacobs
E
n una reunión de trabajo conocí a un abogado que me cayó muy bien. Más en tímida búsqueda de amistad que de empleo, yo acababa de integrarme al cuerpo de profesores de una nueva institución de lenguas y letras, y al inicio de clases el director, Eduardo Artigue, quiso darnos la bienvenida y presentarnos a unos con otros. Éramos una veintena de invitados, entre lingüistas, escritores, periodistas, traductores, lexicólogos y profesores de fonética. Sabíamos que Artigue se había tenido que enfrentar a problemas graves para lograr constituir su entidad de forma legal, y que al abogado presente le había correspondido desenredar los enredos y poner orden, tarea que, dedujimos, había sido ardua, y razón por la cual su artífice legalista, ahí entre nosotros, en consecuencia merecía nuestro agradecimiento y admiración. Cuando Artigue nos lo presentó con estas referencias, nos explicamos su presencia en la reunión, ya que en el medio no habríamos sabido en qué especialidad ubicarlo. Sea como sea, su segundo apellido, Espronceda, a mí me pareció familiar, de modo que cuando buscó sentarse a mi lado, no me incomodó, a pesar del disfraz de misántropo que uso para ocultar mi deseo de amistad.
En efecto, era primo hermano de una de las pocas amigas mías de la infancia, las mamás eran hermanas y las dos habían sido amigas íntimas de mi propia mamá. La relación, como es natural, me remitió no sólo al pasado, viaje feliz para el que no necesito estímulos que me movilicen, sino a una zona de la ciudad cargada de por sí de recuerdos, como es para mí San Ángel. Ahí estaba mi casa de familia y la casa de aquella amiga mía, la prima hermana de Espronceda, y ahí estaba, también, el colegio en el que esa amiga y yo nos habíamos conocido. Ella ya había muerto, pero revivió para mí al recordarla con su primo que, por cierto, también vivía en la zona que digo. Por su parte, a su vez él añadió el dato de que había sido compañero de banca de uno de mis hermanos, aunque no recordaba de cuál de ellos, pues tengo tres. Por su edad, supusimos que se refería al arquitecto, cuyos tres nombres propios forman las iniciales N.F.G. Él vive en Tiburon, al norte de San Francisco, California. Con recato pero de inmediato, le envié un mensaje a este hermano mío, el más sociable y amiguero de los cinco hijos de nuestros padres, que a vuelta de correo me contestó que saludara por él al abogado y que le diera sus datos para que reanudaran su distante amistad. El colmo de las coincidencias con Espronceda consistió en que su única hermana vivía en San Francisco. Me contó que la visitaba seguido, y que la próxima vez contactaría a N.F.G., para verse y recordar sus propios viejos tiempos.
El abogado era muy buen lector, según advertí cuando mencionó Correspondencia, de Carson McCullers, el cuento en el que la narradora, que es una adolescente, por medio de cuatro cartas expone con bella ingenuidad su deseo de amistad con un joven desconocido, y revela la decepción que experimenta al no recibir ni asomo de respuesta. Que esto conmoviera al abogado denotaba sensibilidad, aparte de un conocimiento del tema poco superficial. Además, y con razón, ser conocedor de literatura le otorgaba un derecho adicionado a su presencia en nuestra reunión, hecha de gente de letras. (Entre los abogados hay algunos cultos, cercanos a las bellas artes. Conozco a uno que sabe todo de música, incluso toca piano y guitarra. Tiene un amigo restaurador de instrumentos musicales, cuya esposa hace rosetas para algunos de ellos. Otro más, en su tiempo libre pinta, con una inclinación hacia el retrato. Cuando hizo el de su mamá, no le permitía casi respirar, no fuera que al hacerlo trastrocara el gesto que él trataba de captar con el pincel.)
Lo cierto es que aquella tarde, para cuando la reunión terminó, Espronceda y yo ya habíamos intercambiado señas, y al despedirnos ambos expresamos el deseo de volver a vernos, intención que me pareció sincera en los dos, yo de veras había sentido que él de veras podría ser un amigo para toda la vida, tan bien me había caído y tantas habían sido nuestras coincidencias. De hecho, volvimos a vernos un par de veces, pero casuales, antes de que yo necesitara buscarlo para un asunto legal. Cuando con este fin le escribí la primera carta y no me contestó, me puse en guardia. Pero con la segunda y el mismo resultado, desistí.
Lo cierto es que aquella tarde, para cuando la reunión terminó, Espronceda y yo ya habíamos intercambiado señas, y al despedirnos ambos expresamos el deseo de volver a vernos, intención que me pareció sincera en los dos, yo de veras había sentido que él de veras podría ser un amigo para toda la vida, tan bien me había caído y tantas habían sido nuestras coincidencias. De hecho, volvimos a vernos un par de veces, pero casuales, antes de que yo necesitara buscarlo para un asunto legal. Cuando con este fin le escribí la primera carta y no me contestó, me puse en guardia. Pero con la segunda y el mismo resultado, desistí.
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