El extraño “humor” iraní
Robert Fisk
El bazar de libros está justo frente a la puerta principal de la Universidad de Teherán: una hilera de librerías” de poesía persa, manuales estadunidenses de obstetricia, literatura inglesa y novelas traducidas de autores rusos, franceses e italianos.
Es un buen lugar para pasar una tarde calurosa, lejos de las señoras y señores del Ministerio de Orientación Islámica. En otro tiempo fue lugar de gas lacrimógeno, piedras y esbirros del gobierno abriéndose paso hacia los dormitorios estudiantiles, después de las elecciones presidenciales que Majmud Ajmadineyad ganó –o no– en junio de 2009. Ahora es un lugar para sorber la crema de la educación, para entender el deseo iraní de aprender y para husmear entre los libros.
Compro un volumen de 100 años de poesía persa y otra obra, más pequeña, de Fereydoon Moshiri: “Todas las golondrinas me reprochan tu ausencia y siguen pronunciando tu nombre”. Compro De amor y otras historias, de Chéjov, en una traducción relativamente nueva de Oxford; ya había leído algunos cuentos, pero ahora me doy cuenta de por qué Chéjov es tan popular en Irán. Sus relatos y obras de teatro capturan el pesimismo sin esperanza de una sociedad cuya suerte es inescapable, de individuos cuyo destino está igualmente predestinado. Gusev, de Chéjov, encarna bastante bien el elemento necrocrático del régimen iraní; su protagonista –un burócrata ruso moribundo, que es transportado desde el Lejano Oriente hacia su hogar, en Odessa– nos confía sus últimos recuerdos.
Fallece y es sepultado en el mar, envuelto en una vela con lastres. “El marinero de turno levanta la borda, Gusev se desliza de cabeza, da una vuelta de campana en el aire y… ¡plop!... luego de sumergirse entre ocho y 10 brazas, meciéndose suavemente de lado a lado, encuentra un banco de pequeños peces pilotos. Cuando ven el cuerpo oscuro, paran en seco; luego dan la vuelta y desaparecen. Entonces aparece otro cuerpo oscuro: ¡un tiburón! El tiburón juguetea un poco con el cuerpo, luego coloca como si tal cosa el hocico debajo de él, lo mordisquea con cuidado y la vela se rasga a todo lo largo del cuerpo, de la cabeza a los pies; uno de los lastres cae…”
Releí La dama del perrito, con su dolorosa, un poco sórdida pero profundamente conmovedora historia de amor –las historias persas son un poco así, todas hablan de anhelos insatisfechos–, capturada a la perfección en la traducción de Rosamund Bartlett. “Parecía que en poco tiempo se hallaría una solución y que una nueva vida maravillosa empezaría, pero ambos tenían claro que el final estaba aún muy distante y que la parte más complicada y difícil apenas empezaba.” Así termina el cuento, y siempre me encuentro preguntándole a Chéjov, como un niño: “Sí, pero, ¿qué pasó después, por el amor de Dios?” Porque estos amantes adúlteros deben ser humanos, figuras históricas que vivieron alguna vez en la Rusia zarista, tal vez conocidos del autor, tan sustanciales como el cadáver de Gusev. En Irán eso pasa todo el tiempo.
Mi último libro es un alivio: 300 chistes deliciosos, compilados por Seyyed Mashallah Alipayam, publicado en Teherán, dirigido a lectores en lengua inglesa. En la portada hay dibujos de un joven de barba rala, de una mujer con un velo iraní y un muchacho que ríe. La leyenda en la parte de abajo dice: “La risa y el humor son buenos para su salud”. No lo pongo en disputa, hasta que abro la página 96 y me encuentro con lo siguiente: “¿Te gustaría que tu padre muriera joven para que pudieras heredar sus pertenencias?”, le preguntan a un niño malvado. “Más me gustaría que lo mataran, para recibir la indemnización además de la herencia”, responde.
Trago saliva. ¿Chistes? ¿Humor? Voy a otra página donde hay un chiste con el intrigante título de “Vino”: “El diablo va disfrazado a ver a un joven en su lecho. ‘Soy la muerte’, ruge. ‘Y si quieres salvarte, tendrás que hacer una de tres cosas: o matas a tu viejo padre, o estrangulas a tu hermana, o tomas unos jarros de vino.’ ‘No puedo cometer semejantes crímenes con mi padre o mi hermana’, responde el joven, temblando de miedo. ‘Pero puedo tomar un poco de vino.’ Entonces bebe un jarro tras otro y, ya borracho, mata a su padre y a su hermana.”
Es como para quedar atónito, ¿no? La risa y el humor son buenos para mi salud. Tal vez se trate de una advertencia contra el alcohol (sustancia muy evidente en la poesía y el arte de la antigua Persia), pero no lo creo. “Un día una mosca le dijo a una araña: ‘Mira tus brazos y piernas. ¡Qué delgados son!’ ‘Ya verás lo oscuro que es el mundo cuando caigas en mi red’, respondió la araña.”
Luego hay uno en verdad espantoso: “‘¡Por favor, señor notario! Quiero divorciarme de esta mujer.’ ‘Pero si apenas se casó ayer. ¿Por qué quiere divorciarse hoy?’ ‘¡Obvio! Ayer no traía los lentes puestos.’ Hay más en esta vena. ¿Qué debo creer? Hay cosas en este librito barato que me preocupan. ¿Esto es el “humor” iraní?
Esa noche fui a un banquete en el Ministerio del Exterior, ofrecido por el ministro en persona, Alí Akbar Salehi. Formado en la fila de salida, detrás de muchos diplomáticos de naciones “amigas” –embajadores de regímenes indeseables me saludaban con amabilidad–, descubro a una diplomática africana ataviada con un magnífico vestido floral. Se acerca a Saleh para despedirse y le da la mano. “Si le estrecho la mano esta noche –responde el ministro iraní–, ¡mañana ya no seré ministro del Exterior!”
“El humor es bueno para su salud.”
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