Mar de Historias
Dulce y amargo
Cristina Pacheco
El lunes debemos tener listas 100 cajas de esferas para mandárselas a un cliente de Los Ángeles. Quiere recibir el pedido antes de que los envíos se compliquen por las fiestas de fin de año. Como estamos retrasadas en el decorado, Irene y yo decidimos quedarnos a comer en la fábrica en vez de ir con nuestras compañeras al restorancito de Lucas. Nos perdemos el chismorreo que siempre es divertido, pero nos salvamos de trabajar por la noche.
Mientras comía la ensalada de atún que trajo de su casa, Irene me describió sus dificultades para encontrarle a Dominique un buen curso de verano. La tranquiliza que su hijo permanezca en compañía de otros niños y en un lugar seguro, pero lamenta que sólo sea de nueve de la mañana a una de la tarde. A partir de esa hora Dominique está sólo amparado por los buenos consejos que ella le da. Juntos forman un interminable rosario de prohibiciones.
Irene es madre soltera y en su familia no hay quien cuide a su hijo mientras ella trabaja. Pensando en la situación de Dominique, le angustia que el mundo haya cambiado tanto. Los niños no pueden salir a la calle sin peligro y las familias no son unidas como antes. En sus tiempos, siguió contándome Irene, las semanas en que no iba a la escuela se divertía jugando al avión, recorriendo el jardín de San Álvaro en una bicicleta alquilada o de visita con tías.
Dominique no tiene ninguna de esas posibilidades. Sus vacaciones consisten en pasar de un salón a otro lleno de papeles de colores, crayones y cartulinas. Asiste al curso de verano a disgusto, y para colmo esta mañana se enteró de que, otra vez, su madre no podrá cumplirle su máximo deseo: conocer Disneylandia. Irene le explicó el motivo: falta de dinero y de tiempo. El niño pareció entenderlo, aunque cuando se despidieron y ella le prometió comprarle una pizza para cenar, él dijo que no la quería y se negó a besarla por más que ella se lo suplicó.
Irene cree que su niño se quedó pensando en que ella no lo toma en cuenta y no se interesa en darle gusto. Está dispuesta a conseguir el dinero para el viaje de Dominique como sea, inclusive pidiéndoselo a Renato, el padre del niño. Mi amiga está segura de que en cuanto él conozca a su hijo y vea que es inteligente y lindo le dará lo necesario para que vaya a Disneylandia. No quise desilusionarla, pero sabiendo cómo es Renato imagino lo que sucederá si es que llega a ocurrir el encuentro. Esperaré el momento oportuno para pedirle a Irene un favor: que se entreviste a solas con Renato y le ahorre a su hijo de siete años otro recuerdo amargo.
Irene y yo terminamos de comer muy pronto. Nos quedaban unos minutos de descanso y los dedicamos a ver el periódico. Al tomarlo se le desprendió un folleto. Bajo el encabezado “Destinos turísticos” aparecía un barco flotando en un mar tranquilo, azul cobalto, seguido por una parvada de gaviotas. La imagen invitaba a disfrutar de un crucero por el Caribe. En las páginas interiores había otras posibilidades para vacacionar ilustradas con imágenes de paisajes nevados, bosques de pinos, castillos, bazares exóticos. Todo inalcanzable para nosotras.
II
En la última página del folleto vimos la fotografía de una calle amplia, desierta, con casas de cantera a ambos lados. Recordé la de mi abuela, en el pueblo al que íbamos en las vacaciones de invierno. La casa ya no existe. Mi primo Roberto me dijo que su último dueño la había demolido para levantar un condominio espantoso que parece gallinero.
La única posibilidad de volver a la casa de mi abuela está en recurrir a las pocas fotografías de cuando íbamos a visitarla. Entre todas hay una que me encanta. Nos la tomaron en la cocina vieja. Alta de techos, olorosa a humo y a picante, ocupaba el último cuarto. Tenía un brasero de ocho hornillas y en sus paredes estaban colgados jarros y cazuelas de todos los tamaños, cada uno para un uso particular. De esa manera, según mi abuela, los sabores se conservaban puros.
En la foto aparezco junto a mis cuatro hermanos, mis tías y mi amiguita Chila con su perro Mastuerzo. Aunque se encuentra al fondo de la imagen, la figura central es mi abuela Martina. Con el cabello trenzado y sus infaltables aretes de coral, inclinada sobre una olla humeante prueba en un cucharón de madera alguno de los guisos que aprendió de su madre y ésta de la suya.
Cuando nos tomaron esa foto no pensé que con el tiempo, al verla, les agradecería a las mujeres de mi familia que, sin valerse de recetarios y confiadas a su memoria, nos hayan dejado una herencia de sabores. Nos mantienen unidos a todos los parientes aunque nos encontremos lejos unos de otros o muchos hayan muerto.
Compruebo el poder que tienen los sabores cada vez que mi hermano Antonio viene a México. Desde hace 14 años radica en Panamá. La experiencia de un desdichado matrimonio sin hijos lo mantiene soltero y desconfiado. En cuanto decide venir me llama por teléfono y me pide que le haga sopita de fideo seco y el guisado que nos preparaba mi madre en ocasiones especiales, por ejemplo cuando terminábamos el año escolar. El gusto que tiene ese platillo a base de carne, verduras y tres chiles era el principio de las vacaciones que culminaban en la casa de mi abuela.
III
Durante sus visitas procuro darle gusto a Antonio sirviéndole los guisados que no puede comer en Panamá y ahondan su añoranza de México. Me tardo en cocinar porque mi hermano quiere ver cómo lo hago. Cuando empleo un pellizco de alguna especie o pruebo un caldillo en la palma de mi mano, sonríe y se le llenan los ojos de lágrimas.
Nuestras sobremesas se prolongan hasta la noche porque mientras comemos recordamos a la abuela Martina, a nuestras tías, a nuestros padres y hermanos ya muertos. Al final terminamos con la sensación de que todos ellos han ido sentándose a nuestra mesa convocados por los sabores que vuelven reales sus presencias ya para siempre irrecuperables.
Antes, cuando no había tantas restricciones en los viajes por avión, Antonio volvía a Panamá con una maletita repleta de envases con guisados, salsas, moles, tortillas y como regalo especial una buena porción de fideo seco. Lo comíamos en tacos cuando éramos niños y mis padres nos llevaban los domingos a Chapultepec. Ese itacate resultaba más económico que comprar tortas y además nos hacía sentir que habíamos transportado hasta el bosque algo de nuestra casa: la cocina, un templo donde se fraguan los sabores que nos cuentan nuestra vida. Lamento que Irene ya no podrá dejarle a Dominique una herencia semejante.
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