domingo, 10 de julio de 2011

Entre auxiliares/ relato corto.

Entre auxiliares
Bárbara Jacobs


Creo que ya entendí. Todo es cuestión de recordar que evolucionamos, es decir, que la supervivencia es del más apto.

Por eso al hablar de auxiliares me refiero a todos, desde el uso incorrecto que se hace de la gramática hasta el abuso que se hace del ingenio, el tesón, el conocimiento y de no sé qué tantas facultades más, pero me propongo aprender, con tal de sobrevivir en éste, el mejor de los mundos posibles.

Los modelos están por todas partes y se presentan en todo momento y de mil maneras, sólo se trata de captarlos como captas un albur, que gozas sin necesariamente darte por enterado, y de imitarlos, como en un examen final, con sagacidad, para que el maestro no te suspenda por fraudulento, sino que te apruebe con los honores más altos. Ésta era la diferencia entre los espartanos y los atenienses. Los dos podían delinquir, pero los primeros estaban entrenados para lograr su cometido sin dejarse sorprender.

La práctica de este aprendizaje es útil. Compras el uniforme que te ajuste mejor, digamos, de cazador, y te lo pones. Luego es cuestión de que te apersones en la selva y sepas seguir al pie de la letra las instrucciones del manual, atrapar a tu presa y comértela sin dejar rastros ni restos para el hambriento que venga detrás.

Claro que una cosa es lo que uno se proponga y otra lo que cada quien sea capaz de lograr. A mí me ha costado seis décadas saber con qué armas cuento para abrirme paso y arreglármelas, y no son muchas, además de que tampoco son de las más comunes y apropiadas. Pueden ser todo un idioma, sólo que el idioma que constituyen es extranjero en dondequiera que me encuentre. Puedo incluso dominarlo, pero de ahí a que alguien me entienda hay demasiados pasos, y llega a ser desagradable vivir mordiéndome la lengua.

Sin embargo, de vez en cuando encuentro almas que me parecen gemelas y me les acerco, no para que me entiendan a mí, sino porque yo las entiendo tan bien a ellas que daría la vida, es un decir, para imitarlas y sentirme, si no comprendida, acompañada, parte de una sociedad.

Pienso en gente como James Verone, un estadunidense en sus cincuentas que, después de ser repartidor de Coca-Cola durante 17 años, fue despedido y, al verse sin empleo, sin seguro médico, y con problemas de salud graves, no encontró otra solución para sobrevivir que la de cometer un delito con tal de ser detenido y que el Estado tuviera que prestarle atención. Para su fortuna, su plan resultó tan bien que él logró sus fines sin más pérdidas de las que ya cargaba. Con la orden a la cajera de un banco de que llamara a la policía, la asaltó por un dólar y se sentó a esperar a la patrulla.

Previamente, también por escrito, se había comunicado con el periódico local para que lo entrevistara en la cárcel y así poder hacer públicas su protesta, su denuncia y su demanda. Fue efectivo, pues la autoridad de inmediato puso al preso bajo cuidado médico, aparte de alimentarlo y cobijarlo, por lo menos mientras la vigilancia pública le impidiera desentenderse, si no humanitaria, sí políticamente, de su responsabilidad.

O pienso en otra estadunidense, cincuentona ahora que su espectacular historia se ha llevado al cine. Cuando en 1983 Betty Anne Waters, a pesar de su apellido, atendía una cervecería, su hermano Kenny fue apresado y condenado a cadena perpetua por un crimen que no había cometido. El golpe fue tan duro para él, que quería suicidarse. Lo salvó un pacto que hizo con su hermana. Se mantendría vivo si ella se hacía abogada y lograba su libertad.

Así, a la vez que cuidaba de dos hijos pequeños, Betty estudió leyes y, para cuando se recibió, ya había recurrido a una organización cuyas investigaciones genéticas fueron determinantes para liberar a su hermano. El trámite tardó 18 años, pero Kenny salió libre. (Paradójicamente, seis meses después murió, a los 47 años de edad, debido a un accidente casero.) Por su parte, Betty, que había puesto a prueba el sistema de justicia de su país, dejó las leyes y recuperó su empleo de mesera en una cantina local.

Para auxiliares, el de un señor Fisher, deduzco que otro cincuentón desempleado, sólo que mexicano. Lo que él ideó para contrarrestar fue construir xilófonos. En una esquina de Insurgentes, practica en uno de estos instrumentos. Su música atraviesa toda bruma y doy fe que reanima al más embrumado de los paseantes.

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