viernes, 1 de julio de 2011

Medio siglo sin Hemingway.

Nunca derrotado
Medio siglo sin Ernest Hemingway
Por Javier Reverte


El 2 de julio, hace cincuenta años, las campanas doblaron por el estadounidense Ernest Hemingway (Oak Park, Illinois, 1899- Ketchum, Idaho, 1961), quien, más allá de su fama aventurera y la estatura heroica de su leyenda vital, forjó una obra literaria poderosa y conmovedora, de lo mejor y más influyente del pasado siglo. Y por ello, El Cultural ha querido atender tanto al destilado de su pluma como a los coletazos finales de una vida rica y excesiva.

Javier Reverte defiende en primer lugar que no importa que su arrolladora personalidad oscureciera en un principio su obra si lo que sobrevive hoy es la impronta de su arte literario. Y el cubano Leonardo Padura, autor de 'Adiós, Hemingway', se ocupa de los misteriosos azares de una muerte a la que no habría sido ajena el FBI, aquellos azares que le condujeron -mañana hará cincuenta años- a descerrajarse un tiro en el paladar con su escopeta.

Viajo a bordo de un barco por alta mar, en el Atlántico, cerca de las Antillas, cuando El Cultural me pide un artículo sobre Hemingway y, a pesar de tener lejos mis libros y mis notas, no puedo negarme. Muy cerca de donde me encuentro, en estas mismas aguas, el escritor concibió El Viejo y el Mar, una narración que le dio el empujón definitivo para la obtención del Nobel.

Y mirando esta tarde el océano revuelto me imagino a Santiago, el pescador del relato, luchando por amarrar a la borda el gran pez y, poco después, golpeando con su remo los lomos de los tiburones que atacan a su captura para devorarla. “Un hombre puede ser destruido, pero nunca derrotado”, escribió sobre la lucha del hombre y sobre su coraje. Da lo mismo que Shakespeare hubiera dicho algo parecido en Ricardo III unos siglos antes: Santiago interpreta el combate de todos nosotros por la dignidad.

Durante décadas, desde que el escritor se pegó un tiro en el paladar, se ha discutido si la figura de Hemingway prevalece sobre su obra o si sucede al revés: que la fuerza de su personalidad arrolladora hizo que su literatura fuese sobrevalorada. A mi me parece un debate baladí. Hemingway ha muerto, pero el escritor ha sobrevivido al mito. Incluso el mito, al desaparecer, ha dejado que veamos mucho mejor el escritor que era.

Aquel tipo fanfarrón, algo histriónico, exagerado y a menudo ridículo ocultaba a un enorme artista lleno de potencia creadora. Y lleno de delicadeza. Gracias a su histrionismo, a esa especie de “heming-way-of-life” que él patentó y que tantos han imitado, surgió un tipo de periodismo banal que cultivaba el riesgo como una suerte de estética y en la que se desdeñaba con frecuencia el horror de la guerra.

Al leer a estos epígonos “hemingwayanos”, parecía, en ocasiones, que la guerra se había hecho para que los periodistas se lucieran ante el respetable arriesgando la vida, olvidando lo que el deber del periodista es justamente el contrario: contar el horror de la guerra a riesgo de perder la vida. Pero había otro Hemingway detrás de la máscara del payaso. Y ninguno de sus epígonos fue nunca capaz de imitarle en ese territorio. Que yo sepa, por lo menos hasta ahora, hay muy pocas novelas sobre la Gran Guerra que contengan la altura literaria de Adios a las armas, quién sabe si la mejor de las obras del escritor. Y muy pocas veces, salvo en Guerra y paz, Imán ,


Las roja insignia del valor y otras, muy pocas, que ahora no me vienen a la memoria, se ha contado una batalla con la precisión y dramatismo con que lo hizo Hemingway al relatarnos el desastre italiano de Caporetto, en donde fue herido mientras conducía una ambulancia. La guerra que nos relata Hemingway no es la de los héroes, sino la de los infortunados soldados que la padecen, que se desangran y mueren en el frente. El horror, antes que la gloria, está presente a toda hora en las páginas del libro.

También se ha discutido durante décadas si el escritor era mejor novelista que autor de narraciones cortas o viceversa. Y aquí cabe decir lo mismo que antes: el debate no viene al caso, porque Hemingway es tan bueno en lo uno como en lo otro. Si al menos dos de sus novelas deben de figurar sin dudas entre las cincuenta mejores que dio el siglo XX -las he señalado a las dos-, al menos cuatro de sus historias cortas deberían figurar en cualquier antologia que recogiera lo mejor de ese siglo en el género de cuentos. Las enumero: “Las nieves del Kilimanjaro”, “La vida corta de Francis Macomber”, “Los forajidos” y “Campamento Indio”.

En ellas, Hemingway dio muestras sobradas de que sabía muy lo que quería decir cuando afirmaba que un relato es lo mismo que un iceberg: hay mucho más debajo del agua de lo que se deja ver sobre la superficie. El escritor americano dominaba el arte de sugerir y esconder como pocos y lo dejó muy claro en las palabras que abren su cuento “Las nieves del Kilimanjaro”: “Cerca de la cumbre de la montaña se ha encontrado el cadáver de un leopardo y nadie ha sabido explicar qué buscaba allí el leopardo”.

Hemingway fue un minucioso artesano de la prosa, se trazó un estilo propio a partir de un sencillo consejo de su mentora Gertrude Stein, cuando era un joven escritor que trataba de abrirse camino junto a sus compañeros de la llamada “generación perdida”. Ella le dijo: “una rosa es una rosa”. Y Hemignway, aunque terminó peleado con ella, nunca olvidó el consejo y acuñó una escritura tersa y precisa en la que no hay nunca una palabra de más. Ni de menos.

Enamorado de nuestro país -“yo no nací en España”, solía decir, “pero no fue culpa mía”-, vivió la Guerra Civil declarándose abiertamente partidario de la República y comprendió el sentido trágico de la fiesta de los toros como muy pocos españoles lo han comprendido y lo comprenden. Si siguiera vivo, probablemente hubiera jurado no pisar Cataluña hasta que se levantase la prohibición de las corridas.

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