Máscaras y apariencias
Vilma Fuentes
Ya no es difícil imaginar a los candidatos presidenciales convertidos en hombres sandwich o, al menos, cubiertos de anuncios publicitarios sobre el cuerpo a la manera de los corredores ciclistas y otros deportistas.
Queda lejos la época cuando investir el poder era, a la vez, una sacralización y una toma de distancia con el resto de los mortales. El armiño, el oro, las piedras preciosas de la corona no se exhibían para ser vendidos, como hoy se lucen zapatos y corbatas de marca en venta, sino para ostentar una pompa ceremonial que realzaba la divinización del ser apenas humano que encarnaba el poder.
En su novela La guerra y la paz, Tolstoi describe el culto a la personalidad de los soldados franceses hacia Napoleón y de los combatientes rusos por el zar. Algunos jóvenes se arrojan a un río helado para atraer la mirada del emperador, quien, ensimismado, ni siquiera vuelve la vista para mirarlos morir. Nicolas Rostov sueña encontrar a Alejandro I, para dar su vida por él.
Hoy, los medios de comunicación han cambiado. Acaso no para bien. Lo que se denomina con el apócope “com” es un eufemismo de publicidad y propaganda. De la boca del monarca, la comunicación era un ritual escuchado con un respeto que iba hasta la veneración. Es risible pensar en Napoleón o en Alejandro luciendo un saco con un letrero de una marca que cualquiera puede adquirir en un almacén. Ser candidato, sobre todo a la presidencia, cuesta dinero: se trata de convencer a cada elector de votar por el producto que representa. Se necesita muchísimo dinero. Deben pagarse anuncios, consejeros en comunicación, simples publicistas.
Si este delirio de la “com” todavía no llega a su apogeo, fenómeno publicitario que alcanzará su cúspide con el político en hombre sandwich, pueden observarse manifestaciones que apuntan cada vez más abiertamente al lanzamiento del producto comercial que es un político. Si, por ahora, la marca aún no se ostenta, se divulga en la prensa “people” –¿no declaró un profesional, quien se vanagloria de ser el publicista de Mitterrand, Sarkozy y, ahora, Strauss-Kahn–, que un hombre incapaz de pagarse un Rólex a los 50 años es un hombre fracasado? Y esto a propósito del reloj en brillante oro lucido por Sarkozy.
Sin embargo, los espectadores son menos ingenuos de lo supuesto por los especialistas de la “com”. Si la televisión impulsó el uso de la propaganda política, Internet le asesta golpes directos. Hoy, la gente de poder se rodea de hombres de comunicación, los “comunicantes”. Éstos han adquirido tal importancia que cabe preguntarse si el poder no pasó ya a sus manos.
En adelante, en una sociedad donde la publicidad impone por todas partes su presencia invasora, un responsable político no puede pronunciar una palabra sin que ésta no sea, antes, examinada por los “comunicantes”, quienes deciden qué está bien decir o callar. No puede tampoco ponerse un traje que ellos no decidan si es adecuado. El líder político, simple diputado o presidente, se ha convertido en una especie de producto sometido a las leyes del mercado. Los “comunicantes” están ahí para venderlo y, con tal fin, obedecen a las reglas aprendidas en las escuelas de publicidad.
Pero, sus métodos de comunicación parecen obtener el resultado contrario del objetivo buscado. El último ejemplo es la larga entrevista de Strauss-Kahn en la televisión francesa. Después de cuatro meses de silencio, prometió explicarse sobre lo sucedido en la suite del Sofitel de Nueva York, con una mucama que interpuso acción judicial por violación.
El ejercicio era difícil. Los “comunicantes” lo prepararon tan bien que todo pareció falso, demasiado ensayadas preguntas y respuestas. La publicidad es un arte aún más difícil que el de la propaganda. Los políticos no deberían tomar a los ciudadanos por ingenuos manipulables. Sería tiempo de que pensaran ellos mismos sus palabras y a quiénes las dirigen cuando prometen la luna a quienes inquieta el fin de mes.
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