No hay infierno sin paraíso
Juan José Lara.
Se llamaba igual que la musa de Dante: Beatriz. Con ella viví mi “Divina” comedia, el infierno, el purgatorio y el paraíso.
En mi adolescencia toqué el cielo, ella de veinticinco y yo de dieciséis años; como Adán y Eva inmolamos los prejuicios y la ropa. Nos insertamos en la realidad de una pareja de animales del Edén.
La duración de la pasión igual que nuestras vidas no depende de nosotros. Por eso mi integridad de animal, consumado el amor en medio del purgatorio de la desidia, me hizo terminar con el noviazgo. En el limbo de la relación amorosa había arribado al reino de la indiferencia. Salir por la tangente del matrimonio hubiera sido caminar al revés de las manecillas del reloj, alternar deseo con rencor como hace la mayoría.
Nos separamos sin poder evitarlo después de conversar con el alma en la lengua, sentados en el banco de un parque, mientras ella miraba la luna y yo el suelo. Tenía temor de mirar sus ojos con lágrimas inocentes y tristes como de recién nacido.
Se había cernido el infierno sobre nosotros, prisioneros de amor, celos, amargura, tedio, desesperación. Amor y odio, fuego y agua, esos dos elementos de una misma realidad que degradan a la mujer y al hombre, no nos devorarían. No seriamos la bella y la bestia, ella no seria mi obscuro objeto de deseo ni yo la presa fácil del instinto.
Volver a la normalidad de nuestras vidas, fue la mar de difícil, para digerirlo hacia mía la reflexión libanesa: “Permaneced juntos, mas no demasiado juntos, pues ni el roble, ni el ciprés, crecen uno a la sombra del otro.”
Beatriz no resistió, pasado algún tiempo, una mañana fría de octubre se cortó las venas; como diría el romancero: “Otra vez nos quedamos solos mi corazón y el mar.”
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