jueves, 10 de mayo de 2012

Las feromonas en la camiseta/ cuento corto

Feromonas en una camiseta



Ocurrió hace décadas, y si no me creen, pongamos que no ocurrió nunca, y ya. Los de la banda vivíamos aún en las casas de nuestros padres, pero Fabián era privilegiado y tenía una leonera, que era como se le llamaba entonces a un departamento de soltero, el colmo de la buena suerte, a dos cuadras de su casa. Fabián era un poco seráfico e inocente, no se metía en problemas, siempre tenía más de lo que necesitaba –actividad sexual, ropa, libros– y las cosas parecían caerle del cielo. Le teníamos envidia.

No había razón, ahora que lo pienso, porque Fabián era generoso y pagaba con gusto la cuenta de los más desfavorecidos en los changarros en los que mal comíamos, nos prestaba sus libros –aún conservo algunos de ellos en mi biblioteca– y nos facilitaba su leonera cada vez que teníamos una urgencia política o amorosa. En ella se organizaron pintas de muros, se produjeron volantes, se diseñó un par de intentos fallidos de toma del poder, se leyó hasta el cansancio El 18 Brumario de Luis Bonaparte; en ella se unieron y despedazaron corazones y en ella se produjeron también dos o tres embarazos no deseados y algún contagio solidario de clamidia y gonorrea, esos padecimientos que, vistos a la distancia, y comparados con los horrores de la actualidad, resultaban casi entrañables. Pero en el grupo lo envidiábamos, los hombres un poco más que las mujeres, y quienes más ojeriza le tenían eran Fabiola, porque por ese tiempo estaba interesada en fusilar a todos los burgueses, y Néstor, quien podía envidiarle todo: apariencia física, éxito con las chavas, dinero, mundo y libros.

En una de esas, Néstor, que no pescaba ni resfriados, se sacó la lotería con Lidia, una beldad de comportamientos un tanto extraños, avanzó rápido en la conquista y muy pronto se vio en la necesidad de acudir a Fabián para que le facilitara el local.

Nos encontró en La Suerte, una taquería ínfima en cuyos cuencos de salsa las salmonelas brincoteaban como delfines  y en la que pasábamos horas y horas discutiendo cosas profundas y cosas tontas.

–Creo que ya se me hizo, máster –le dijo a Fabián–. ¿Nos prestas el depa?

–Cómo no –accedió Fabián, y al tiempo que se sacaba del bolsillo las llaves y las ponía en las ávidas manos del peticionario, agregó:

–Pero no me manchen las sábanas, y si las manchan, las llevas a lavar.

Una vez aceptada la condición, Néstor salió disparado a buscar a la novia. Nosotros seguimos discutiendo sobre cosas profundas y sobre cosas tontas y envenenándonos con la deliciosa putrefacción de la carne al pastor.

No habría pasado más de una hora cuando Néstor apareció de nuevo en la taquería, alicaído y culibajo. Se dirigió sin preámbulo a Fabián y le dijo con una voz derrotada, al tiempo que le devolvía las llaves:

–Que dice Lidia que si vas al depa.

–¿Quéééé?

–Ni modo –musitó Néstor, derrumbándose en una silla–. Ella quiere contigo, no conmigo.

–No entiendo –se resistió Fabián–. ¿De dónde sacas que quiere conmigo, si ni la conozco?

–Vé al depa y que te lo explique –replicó el derrotado con cierto tono siniestro.

Fabián se alarmó, se puso de pie, nos miró a todos como pidiéndonos que le dijéramos qué hacer, y alguno de nostros aventuró:

–Pues lánzate, a ver qué está pasando.

En cuanto salió, nos abalanzamos sobre Néstor para interrogarlo. Él empezó a contar lo ocurrido, sin dirigirse a nadie en particular, tal vez para sí mismo:

–Pues entramos, empezó el faje, acá, y al poco rato ya estábamos medio encuerados en el sofá. Pero en el sofá había una camiseta, Lidia la olió, volvió a olerla y de repente, que se le desaparece la calentura y me empieza a esquivar. De esas veces en que algo pasa, como cuando estás muy entrado y alguien toca la puerta, hagan de cuenta, y se te va la inspiración. Yo sentía su frialdad, ella estaba como distraída, y en una de esas agarró la camiseta, hundió la nariz en ella, luego se me quedó viendo y me dijo:  “Perdóname. Perdóname, pero yo tengo que conocer al dueño de esta camiseta”. Al principio no entendí, pero ella se encargó de que me cayera el veinte: empezó a frotarse la camiseta por todo el cuerpo, y si yo trataba de tocarla, se escabullía. Ya después agarró valor y me pidió: “Dile que venga”.

–¿Pues que tenía esa camiseta de especial? –pregunté, después de un silencio incómodo–. ¿Cómo era, o qué?

–Un pinche trapo mugroso y roto –replicó Néstor con desesperación y rabia.

Entonces intervino Sara, que estudiaba Biología:

–Lo que tiene esa camiseta son feromonas –dijo, con una voz entre maternal y doctoral–, moléculas que entran por el olfato y que producen atracción sexual. Ni modo, Néstor. No creo que sea mala onda de la chava. Es el poder de la química.

Para despejar un poco el vidrio molido que se respiraba en el aire, Sara se animó en su explicación y los demás hicimos como que nos interesaba. A Néstor le valió madre y permaneció desvencijado sobre la silla y con la mirada clavada en el piso. La ponente nos habló de mensajes reproductivos, de mariposas capaces de detectar cartitas químicas a kilómetros de distancia, de liberación inducida de hormonas y de otras cosas así. Al cabo de un rato encontramos otro tema y luego juntamos para pagar la cuenta y nos dispersamos. Fabián ya no regresó.

Me lo encontré dos días después y me lancé sobre él para preguntarle qué había pasado entre él y Lidia. Esbozó una sonrisa entre orgullosa y modesta que hizo innecesario todo relato.

–Mira lo que lograste con una camiseta –agregué, sólo para llenar el silencio.

–¿Camiseta? –preguntó sorprendido–. ¿A qué te refieres?

–Pues la camiseta que dejaste sobre el sofá. Esa con la que Sara se obsesionó.

Como Fabián puso cara de no entender nada, le repetí lo que nos había platicado Néstor. Mi interlocutor iba abriendo los ojos a medida que yo le contaba lo que había escuchado.

–Y bueno, pues eso –concluí, con un creciente desconcierto–. Qué impresionante es el poder de las feromonas.

Tras un momento de silencio, Fabián emitió una carcajada.

–No me jodas –dijo, cuando logró controlar la risa–. ¿La camiseta? Esa camiseta no es mía.

–Ah.

–La dejó olvidada el plomero, el otro día que fue a arreglar el desagüe del lavabo –recapituló Fabián. Y volvió a reír con estruendo.

–Entonces no fueron las feromonas –dije.

–Pues no –confirmó él–. No fueron las feromonas.

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