miércoles, 21 de septiembre de 2011

La niña y la pecera/cuento corto

La niña y la pecera.


Juan José Lara


Con el tiempo tal vez descubriría que el amor es la ausencia de aburrimiento; un estado de encantamiento que, de sopetón, tarde o temprano se acaba.
Pero a su escasa edad todavía no podía comprender esa entelequia. Aunque ese día tendría atisbos de esa realidad difusa.

Luego de levantarse como casi siempre, despertó a su pequeño hermano. Bañados y cambiados bajaron a desayunar, dispuestos a irse al colegio.


El aire de la sala era irrespirable, parecía suspendido sobre la cascada de pelo lacio, aprisionado con una diadema azul. Un par de maletas estaban en el umbral como dos grandes perros esperando a que bajara el amo. La niña y su hermano quedaron atónitos. La madre no esperaba como otras veces, la sirvienta se encontraba llorosa.
María vio hacia la pecera rectangular a un costado de la sala, donde imperturbables nadaban los arlequines. Repasaban su estela por milésima vez. Vio que no estaban llorosos, sin embargo percibió que definitivamente era el fin de algo. Quizá su pez favorito después se lo contaría.


La pecera se las había regalado su madre para el cumpleaños de su hermano, sorprendiéndola con el curso ciego de los peces silenciosos.
-La memoria de los peces dura solo tres segundos- dijo su madre.
-Tu lo sabes todo- replicó su padre.
- No comiences por favor, no seas así, te lo suplico.
- Te vanaglorias mucho, tú crees saberlo todo, no lo tolero querida.
La niña se recordaba atrapada en una espiral de discusiones banales, que siempre terminaban con la acotación final del padre:
-Siento como si todo terminó.


Acostumbraba a refugiarse en el espacio donde se encontraban los peces, jugaba a ponerles nombres como los días de la semana y, aunque no alcanzaran, continuaba con alguno que ya había pasado por su lista. Ese día no recordaba quien era lunes o domingo, o quizá jueves.


Si su pez favorito hubiera podido razonar, tendría que haber pensado que las rupturas son lo único trascendental en la vida, porque rompen la asquerosa rutina. Pero la quería civilizada, negociada, con algo dulce para el final; nunca violenta. ¿Le podía pedir un pez gustos a la vida?

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