domingo, 4 de marzo de 2012

Tapa interior/ narración.

Tapa interior
Bárbara Jacobs
Mi diario de este año consiste en 12 cuadernillos, uno para cada mes, cada uno de diferente color y todos identificados desde la cubierta exterior con el número que les corresponde al centro y en la base o al pie. El conjunto está planeado como una agenda, a página por día, y es la primera vez desde que me embarqué en esta práctica diaria obsesiva, que ininterrumpida ahora cumple más de medio siglo, que me atrevo a escribir mis entradas delimitada por un espacio específico e inalterable, aparte de breve, pues cada plana vertical mide apenas 12 por nueve centímetros, apenas 20 renglones rayados que nada más de verlos, con ojos de diarista, constriñen el ánimo. Pero acogí el desafío con decisión, quizás agradecida de huir del cuaderno de páginas de extensión mucho más amplia, y sin ningún limitante en el área dedicable a las confesiones y debates conmigo misma con los que acabé 2011, cuando llegué a sentirme tan perdida que procuraba convencerme a mí misma de que no tenía nada que decir, con tal de no tener que llenarlas, y que lo mejor que podía hacer era callarme, es decir, poner punto final no a las anotaciones desbocadas a las que me invitaba esa libreta en particular interminable, sino al ejercicio en sí, o necesidad, de ser diarista.

Bueno, dirán, ¡cuánta contradicción! Si tienes dónde y cómo escribir tu diario sin límites, te sientes perdida y quieres aprender a guardar silencio contigo misma, ante la posibilidad de desbocarte y no parar de hablar, por una parte; y si no tienes más que una paginita por cada 24 horas en la que registrar tu día, en la que formularte todas las preguntas que se te presentan a cada rato, o exponer todas las ideas y los planes que se te ocurren, o comentar esto y esto otro, entonces te sientes ceñida y te haces la ilusión de que la verdad es que o aprendes el arte de la concisión, o lo que perderás pronto no será el lenguaje, oral o escrito, sino la razón (que se parece a perder el lenguaje, oral o escrito, pero que es peor).

¿Así es la vida de todo el que lleva diario? ¿O exagero? Lo que sé es que no puedo interrumpir mi práctica diarista, de forma concisa o extensa, porque me es imposible interrumpir la conversación que sostengo conmigo misma diariamente. Y si me aparto del diario no es sino para seguir conversando, a través de mis otros escritos, y ya no sólo conmigo misma, sino con el lector. Esta es la verdadera identidad del escritor. O es la mía. Identidad o deformación. Converso por escrito. Y después de tanto tiempo de llevar esto a cabo, de tantas y tantas maneras de ejercitarlo, puedo sostener con cierta convicción que escribir no es nada más mi forma preferida de comunicación, impuesta o elegida, sino la única, o al menos la mejor de todas a mi alcance.
Cada vez lo dudo menos. Creo que por lo mismo, cada vez soy mejor lectora. Conozco mejor a los escritores mediante la lectura que hago de sus escritos que a través de cualquier otro de los tratos que pueda establecer con ellos. Y en cuanto a la gente que no es escritora propiamente dicha, también la conozco mejor a través del lenguaje escrito, por ejemplo, la correspondencia.

Mis horas de lectura son mis largas horas de conversación. Y cuando terminé de leer La sonrisa de la desilusión, de Guillermo Espinosa Thornway, que genialmente se ha rebautizado William Thornway, saqué del baúl mi último diario de 2011, que había dejado con hojas en blanco, y pegué en fotocopias su ensayo Allegro ma non troppo, al que a mano, bajo la fecha, añadí los datos bibliográficos.

Luego coloqué el libro en el librero (vacilé entre ubicarlo en la E, de Espinosa, o en la Te, de Thornway), y me senté a escribirle una carta. Le expliqué cómo en la tapa interior del cuadernillo de mi diario, correspondiente a febrero de este 2012, cuando había leído sonriente sus desilusiones, no había cabido su ensayo sobre Grieg, y que por eso había recurrido a guardarlo en otro de mis cuadernos, convertido así en una especie de scrap-book. Animada, le conté que en la tapa interior del cuadernillo de enero había transcrito When you are old, de Yeats, y que en la de febrero, pero en su honor, el de Thornway, había copiado El Golem, de Borges. Le confié que el poema en sí no me había gustado, pero que resumía muy bien el diálogo Cratilo de Platón, al que me retachó mi lectura de La sonrisa de la desilusión.

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