Un museo en el museo
El Año Dual España-Rusia culmina, en su aspecto cultural, con la gran exposición de fondos del Hermitage de San Petersburgo que se verá en el Museo del Prado. Un acontecimiento que da pie a una revisión de la nueva literatura postsoviética.
Hay algo enorme y milagroso en ver surgir un velázquez de un cajón de embalaje. Cuatro o cinco personas en bata blanca asistían al acontecimiento como un equipo de médicos y enfermeras dispuesto a intervenir. A pocos metros se colgaba con las precauciones necesarias Descanso en la huida a Egipto de Nicolas Poussin. El maestro francés ha sido una referencia de composición en todos los iconos de la pintura moderna, desde los bañistas de Cézanne a los saltimbanquis de Picasso. La frialdad habitual de Poussin se ve compensada con algunos detalles tiernos. El asno bebe en un pilón, María y el Niño reciben una bandeja de dátiles del tamaño de meloncillos, José sonríe a la mujer que le ofrece un cuenco de agua.
El cuadro de Velázquez representa un almuerzo de mendigos y pícaros donde no falta el lujo de un mantel de hilo que valoriza la escena como si fuera un mantel de altar. Es curioso acoger a un velázquez en el Prado. Es como recibir a un miembro de la familia que ha emigrado al extranjero. Uno de los pícaros, con la cabeza rapada al cero para evitar los piojos, levanta el dedo pulgar y sonríe al espectador. A pesar del ambiente despreocupado del almuerzo toda la escena está impregnada de esa indecible melancolía velazqueña que debió ser la melancolía de toda España en la época de los últimos Austrias.
El museo que fundó Catalina la Grande envía al Prado una muestra del tesoro imperial, escultura, artes decorativas y pintura
Cuando yo era joven las obras de arte no viajaban, o viajaban poco, cualquiera que hubiera sido su ajetreada vida anterior. Una vez depositadas en las pinacotecas o en las grandes instituciones culturales las obras de arte parecían alcanzar un descanso definitivo que a veces se trataba de un merecido descanso. Con los riesgos y aventuras que han sufrido algunos cuadros se podrían escribir novelas.
Las obras de los grandes maestros nacían en el taller, corrían una suerte diversa según los azares de la historia o de las peripecias de sus propietarios sucesivos y terminaban por disfrutar del sueño de los siglos en la penumbra entonces poco frecuentada de los museos. Museo era sinónimo de panteón. Todo esto ha cambiado mucho. Las obras de arte se mueven. Ahora no nos asombra, pero debería asombrarnos si no hubiéramos perdido nuestra capacidad de asombro, que una selección de piezas del Museo del Hermitage de San Petersburgo se exhiba en el Museo del Prado. Un museo acoge al otro. Es un museo en el museo.
En 1941, San Petersburgo, entonces Leningrado, sufrió el largo asedio de las tropas alemanas, lo mismo que Madrid sufrió un asedio de tres años durante la Guerra Civil. Las colecciones del Hermitage y del Prado fueron parcialmente evacuadas. Los dos museos tienen una épica. El museo que fundó Catalina la Grande envía al Prado una muestra del tesoro imperial, una exhibición de escultura y artes decorativas, y una escogida selección de pintura que va desde los grandes maestros clásicos hasta la modernidad. La exposición ha llegado acompañada por 13 conservadores y funcionarios del museo ruso.
Junto con la selección de pintura, el Museo del Hermitage ha desembarcado en Madrid una cueva de Alí Babá con muestras de la colección de orfebrería. Antiguamente se almacenaba en una dependencia de palacio llamada El Gabinete de las Maravillas. El gusto por la abundancia de oro y joyas es un rasgo de carácter oriental. Buena parte de las piezas exhibidas procede sin embargo de talleres occidentales, incluido el del maestro Fabergé, el famoso fabricante by appointment de los huevos de Pascua del zar. Resulta difícil imaginar que sobre esos tesoros intactos ha pasado la revolución rusa, se ha asaltado el Palacio de Invierno y ha tenido lugar la Segunda Guerra Mundial. Eso dice mucho sobre el genio protector que vela por encima de las mayores convulsiones.
Estas joyas brillan ahora como resucitadas de otro mundo, supervivientes y testigos de un Antiguo Régimen casi incomprensible en su esplendor. Cualquiera que sea su rango o su mérito, la orfebrería fatiga pronto la mirada. Uno busca por instinto o por descanso las piezas más sencillas, como esas flores azules, precisamente del taller de Fabergé, que se reconocen como flores familiares de los caminos en los linderos de campos de cereal. Es una sublimación de la naturaleza como hubiera podido describirla un autor místico. Las flores son de esmalte, las espigas son de oro y el vaso de agua, con un efecto óptico que engaña al ojo, está labrado en un fragmento macizo de cristal de roca.
El tesoro arqueológico de los zares forma la colección llamada del Oro Siberiano, el oro de los escitas, un pueblo guerrero, etnológicamente mal definido, del que ya habla Herodoto. Es un arte funerario arcaico, remoto para nosotros, remoto incluso para el mundo eslavo, hallado en las tumbas de sus reyes, desperdigadas por la estepa euroasiática. Algunos broches de formas suaves y bulto casi plano representan motivos violentos y de lucha. Una leona con atributos de cabra y lagarto rompe con las mandíbulas la cerviz de un caballo. La leona es leona y el caballo es caballo. La parte monstruosa de los animales es un recurso decorativo.
En la impresión de crueldad y en el motivo mismo de la leona y la víctima se reconoce la influencia de los bajorrelieves de Asiria. Un peine de largas púas representa una escena de batalla. Dos guerreros a pie combaten contra un tercero a caballo sobre el cadáver de otro caballo. Es una instantánea congelada, pero llena de ruido y furia. Su perfil recuerda escenas similares labradas en el mármol de frisos griegos o dibujadas en línea continua en las vasijas negras de Ática. Desde Grecia y Asiria al mundo de los escitas. ¿Cómo se transmiten las formas? Los elegantes brazaletes de sus mujeres han inspirado a Bulgari.
El guardián de toda la exposición es un Perro de Paul Potter con mayor presencia que el retrato oficial de la emperatriz en traje de gran gala. Es un perro de aspecto feroz pero flaco y triste, que ha permanecido demasiado tiempo encadenado. El pintor holandés ha firmado su nombre sobre la caseta del perro como si fuera la puerta de su casa. Me pregunto cuál sería en aquel momento su estado de ánimo. Paul Potter es el autor de un famoso cuadro que representa a un novillo de raza, redondo, bien cebado, que se exhibe en el museo Mauritshuis de La Haya. Entre aquel novillo satisfecho y este perro desgraciado algo debió pasar en la vida del artista.
En la sala de escultura surge un busto de Voltaire por Houdon. Es un Voltaire calvo, escéptico y viejo, con toga de senador romano. La mueca cínica del joven Voltaire de Houdon que está en París se ha transformado en la sonrisa de este viejo desdentado. Trabaja el escultor y trabaja el tiempo. El filósofo librepensador fue unos años el ideólogo por necesidad de la despótica Catalina ilustrada. La emperatriz compró el busto en memoria de aquella relación.
De repente, un San Sebastián de Tiziano. Parece que se abren las puertas, que se nos caen escamas de los ojos. Su presencia se impone en la sala como la presencia del perro. Nada que ver con los sansebastianes torneados. Como en el tenebroso San Sebastián de Ribera se tiene la impresión de contemplar a un verdadero hombre sacrificado, al hijo de aquel Adán expulsado del Paraíso. La organización del museo ha escogido a un Efebo de Caravaggio tocando el laúd como imagen pública de toda la exposición. Mirar cuadros es como sacar cerezas de un cesto. Las cerezas se enredan como los cuadros recuerdan otros cuadros. El adolescente del laúd evoca toda la serie de efebos de Caravaggio dispersada por los museos de medio continente como una incitación al abuso de menores. Hay que pasear la mirada entre este Caravaggio y aquel Tiziano para comprender la distancia entre la sugerencia del placer y la evidencia del dolor.
En la segunda planta, dedicada a la pintura moderna, la mayoría de los cuadros expuestos proceden de aquellos legendarios coleccionistas rusos que emigraron con la revolución. Un gran matisse azul domina la sala. Picasso se halla bien representado con un Bodegón con botella de Pernod de la época cubista, una enorme Mujer desnuda de la época del arte negro, desparramada sobre un diván como una marioneta sin hilos y una triste prostituta a punto de convertirse en un espectro delante de un vaso de absenta. Pero es el gran lienzo de Matisse el que atrae las miradas. A Picasso le hubiera dado un ataque de nervios.
Matisse se ha retratado a sí mismo de perfil, prisionero en un pijama de rayas en una especie de estado sonámbulo. Una misteriosa mujer sentada, también de perfil, se funde a medias en el azul de la noche. Todo el cuadro está impregnado de atmósfera onírica. El motivo de la ventana abierta, recurrente en Matisse, se abre sobre las llagas de un jardín sembrado de tulipanes rojos. El arabesco de la barandilla de hierro separa el jardín luminoso de la atmósfera del sueño. Algo hace pensar en la consulta de Edipo a la Esfinge. Seguramente se puede hacer un rosario de interpretaciones pero sólo Matisse sabía lo que soñó aquella noche.
La exposición se cierra con aquello que en la escena final de las películas del cine mudo se llamaba un fundido en negro. La historia empieza con un cézanne inacabado, un remolino de follaje azul que parece inaugurar en la pintura moderna la expresión abstracta del motivo. Y hay un Cuadrado negro de Malévich que parece representar el camino sin salida de la abstracción. Entre aquel cézanne y este malévich sólo pasaron treinta años. Seguramente Malévich llegó a esa intuición temprana en un momento desesperado, pero su Cuadrado negro fue acogido con tal éxito que Malévich lo repitió en varios ejemplares como lo hubiera hecho un buen pintor de oficio. En realidad, por todo lo que anunciaba sobre el largo camino de la pintura abstracta, es un cuadro sobrecogedor.
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