Por Bolivar Hernández.
Cuento corto. Al concluir los estudios como maestro rural, había que hacer la práctica final en alguna aldea miserable, como lo son la mayoría de ellas en Guatemala, para verificar vocaciones y habilidades pedagógicas. Me asignaron como 'director' de una escuela rural enclavada en las faldas de un volcán, cercano a la ciudad de Antigua, era una aldea cuyo nombre jamás olvidé: Chicasanga. Ignoro su... significado, me sonaba a un nombre 'africano'. Llegué a la comunidad después de una larga caminata de varias horas por la montaña. Mochila al hombro y muchas ilusiones de enseñar a niños, esos desheredados de todo por el sistema feudal de la época. Me recibió la profesora única de esa escuelita, una mujer anciana muy debilitada físicamente. Quien de inmediato me instruyó acerca de mis responsabilidades magisteriales, y desapareció casi de inmediato. Era el director y el único maestro de los grados de primero a tercero. Conseguí que una mujer me diera los alimentos, dieta reducida a frijoles y tortillas, a veces un café que sabía más a garbanzo que a café. Dormía en la escuela en el suelo metido en un saco de dormir, bajo un intenso frío de montaña; sin agua potable ni luz eléctrica.
En mi primer día de clases tuve mucha asistencia de niños, veinticinco en total. Comencé a enseñar lo que marcaba el programa oficial, pero de inmediato me di cuenta que la mayoría se dormían sobre el pupitre y otros bostezaban. Interrogué a varios de ellos y el misterio se disipó: no habían desayunado. Hice prontas diligencias para conseguir alimentos donados por la embajada de EEUU, que consistía en leche en polvo y un cereal precocido. Preparé el desayuno para los niños, quienes gozosos devoraban ese alimento nutricional, y así ocurrió esa semana entera: todos desayunaban en la escuela. La siguiente semana no acudió un solo niño. La razón, era que se habían enfermado de diarrea por consumir leche, ya que ese grupo indígena tenía intolerancia a la lactosa, asunto del cual me enteré muchos años después. Esa miseria infinita, me resultó ofensiva, y me sirvió para afianzar mi ideología izquierdista y buscar la manera de estudiar antropología como una herramienta para abordar el conocimiento de los indígenas miserables de mi tierra. Así fue como meses más tarde emprendería el viaje más largo de mi vida que se prolongó por 45 años, teniendo a México como el centro de mi vida.
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