Un asunto de dedos
Soledad Loaeza
La llegada de la democracia a México significó el fin del dedazo, al que hay que distinguir del palomeo, que consistía en que los dirigentes aceptaran una propuesta, y no que la hicieran, como correspondía al dedazo. Nos dicen que éste ha desaparecido, pero sólo parcialmente, porque si bien es cierto que la competencia interna en los partidos por la candidatura presidencial es hoy una realidad, las quejas y protestas que agitan al PRI, al PAN y al PRD han sido provocadas por procesos de selección de candidatos al Congreso que, no obstante promesas en contrario, han estado en manos de la cúpula de los partidos. O sea que las dirigencias partidistas no se han cortado el dedo, como prometió hacerlo en 1997 el entonces presidente Ernesto Zedillo, con todas las implicaciones que podía arrastrar una promesa de esa naturaleza en boca de un político de extracción priísta.
El poder de las dirigencias partidistas para integrar la lista de candidatos a cargos de elección popular no es una excepción mexicana, ni mucho menos. De hecho, las leyes electorales pueden estimular este mecanismo, todavía más si estamos hablando de un sistema de listas de representación proporcional, en el que el votante elige en una circunscripción de representación plural a un partido y no a un candidato. Algunas de las críticas más severas contra la representación proporcional están dirigidas precisamente al efecto que tiene sobre la autonomía de decisión de las dirigencias en relación con la militancia, la cual puede ser marginada de este proceso que se considera central en la vida democrática de los partidos.
La asociación entre el fin del autoritarismo y el dedazo, que es una de las figuras políticas emblemáticas del PRI y de la hegemonía que ejerció durante casi medio siglo, no es de ninguna manera gratuita. El poder que tenía el presidente para designar al candidato de su partido a la Presidencia de la República, decisión que era equivalente a la designación de su sucesor, era la expresión más pura del bajo nivel de institucionalización que le permitía al jefe del Ejecutivo actuar según su leal saber y entender, sin previa consulta ni auscultación, y de acuerdo con su propia voluntad de respetar las reglas no escritas al respecto.
La importancia de esta decisión estriba en que nos refiere al corazón de todo sistema político: las convenciones que norman la lucha por el poder, pues la designación del sucesor era una responsabilidad estrictamente personal del presidente en turno, en particular después de 1958; sin embargo, estaba sujeta a unas cuantas condiciones, muy vagas pero efectivas. La no relección era la primera. La segunda apuntaba a que el elegido debía ser una persona cercana al presidente, un colaborador, miembro de su gabinete; este atributo garantizaba continuidad, pero también experiencia de gobierno en el nivel federal. Por último, antes de anunciar su decisión el presidente debía asegurarse de que el elegido gozara de “buena fama pública”, o al menos que no fuera objeto de un veto por parte de alguno de los actores políticos relevantes.
Por ejemplo, se supone que el preferido de Miguel Alemán para sucederlo en la silla presidencial en 1952 era Fernando Casas Alemán. Un hombre de todas sus confianzas, que había sido su sustituto cuando dejó el gobierno de Veracruz para dirigir la campaña electoral de Manuel Ávila Camacho, y que luego fue jefe del Departamento del Distrito Federal. Cuenta la leyenda que un cónclave de ex presidentes vetó al favorito de Alemán, que tenía muy mala fama. Lo interesante de esta historia –cuya veracidad es tan frágil como la de cualquier otra referida al mismo asunto en otras épocas– es que los ex presidentes no le impusieron un candidato al presidente, simplemente vetaron al que supuestamente había elegido.
Ahora, en apariencia, los dirigentes de los partidos han seleccionado a los candidatos al Congreso haciendo caso omiso no sólo de propuestas de la militancia, sino también de vetos que se han expresado de diferentes maneras: muy ruidosas en algunos casos, como ha ocurrido en el PAN y en el PRD, famoso por las trifulcas internas; y en el PRI ahora parecen soterradas, después del gran escándalo que provocó la alianza con el Panal y su costo en términos de curules y hasta de gubernaturas.
El origen de la ruptura de la alianza PRI-Panal fue el intento de Rubén Moreira, cuya manecita estaba bajo el control de Elba Ester Gordillo, de llevar a cabo muchos dedazos que, de hecho, sobredimensionaban la fuerza electoral del partido del magisterio, a expensas de filas de priístas que se sintieron injustamente descartados. La base de los acuerdos que celebró Moreira desde la presidencia del PRI con la lideresa del SNTE era mucho más frágil que la que apoyaba los dedazos puramente priístas, pues quienes habían compuesto una lista importante de candidatos al Congreso eran los dirigentes –o la jefa– de un partido distinto del PRI. Los priístas rechazaron esos dedazos, y se sacudieron una alianza onerosa que no les garantizaba sino menos curules; en estas nuevas circunstancias, buen número de ellos, muy distinguidos, están ahora empacando sus enseres de legisladores para cambiar de cámara: el diputado pasa a ser senador y viceversa, el senador pasará a diputado. En el pasado se reprochaba a los legisladores priístas que fueran sólo levantadedos; si el PRI triunfa en la elección presidencial, tendrán de demostrar que esa mala costumbre también ha quedado atrás.
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