El G-20, América Latina y México, otras encuestas
Orlando Delgado Selley
Los ministros de Finanzas y gobernadores de los bancos centrales del G-20 concluyeron sus trabajos señalando que en los últimos meses los gobiernos del grupo tomaron medidas que apoyaron la modesta recuperación y el relajamiento de las tensiones en los mercados financieros globales. Reconocieron, sin embargo, problemas estructurales, desbalances globales serios, alto endeudamiento público y privado y perspectivas de mediano plazo inciertas. Esto da cuenta de que el Plan de Acción de Cannes para el crecimiento y el trabajo, que reconoce que el empleo y la inclusión social son decisivos, no ha tenido efectos significativos, lo que evidencia la inoperancia del G-20.
Estancamiento recesivo y desempleo siguen siendo los datos fuertes de la etapa que vivimos. Las políticas públicas que debieran combatirlos en los países desarrollados no han logrado cabalmente su propósito, pero por su carácter abiertamente desigual han provocado una reacción social generalizada. No se trata solamente de la resistencia griega, sino de los reclamos de quienes forman parte del 99.99 por ciento de las poblaciones. Las variables independientes de la ecuación que resolverá la salida de esta larga crisis, políticas públicas y condiciones sociales, se mueven en direcciones contrarias.
Por ello, las soluciones a las dificultades están en el ámbito político, en el de las reglas de unas democracias que no sirven para definir medidas que repartan equitativamente los costos de la crisis. En América Latina, y por supuesto en México, como ilustra el informe Latinobarómetro 2011, el asunto central es justamente el de la calidad de gobiernos electos democráticamente, es decir, la valoración de si se gobierna para la mayoría y si se mejora la distribución de la riqueza, en condiciones que pese a estar lejos de la crisis europea y estadunidense señalan perspectivas claramente pesimistas.
Un indicador elocuente es la imagen de progreso que se tiene. Según la encuesta de Latinobarómetro en 2010 en la región 39 por ciento de los entrevistados tenía la convicción de que se estaba progresando. En 2011 esa convicción sólo la tenía 35 por ciento. En Chile el contraste es mayor: pasó de 55 a 29; en Brasil, tras la salida de Lula se redujo de 68 a 52, mientras en Ecuador, Perú, Uruguay y Argentina aumentaba. La respuesta de los mexicanos entrevistados es reveladora: en 2010 sólo 24 por ciento pensaba que el país progresaba, es decir, 76 por ciento pensaba lo contrario; en 2011 apenas 22 por ciento piensa que progresamos.
Los candidatos presidenciales se enfrentan al deterioro de las condiciones reales, expresadas claramente en las dificultades de la economía mundial, y de las condiciones subjetivas, de nuestra evaluación sobre la situación de México. La urgencia de planteos claros y viables resulta indudable. Contrastar las posiciones, en consecuencia, es fundamental. Los cambios en las preferencias electorales, que reconocerán las encuestadoras serias, no provendrán de aficiones y gustos, sino de su capacidad para transmitir ideas que den cuenta del propósito de reencauzar al país a una ruta de progreso que pueda ser reconocida por todos.
Los temas están bien definidos. Uno de ellos es el de la dinámica económica. Desde hace años tenemos un desempeño económico mediocre, explicado por políticas públicas equivocadas, por inversiones privadas menores a las que se requieren, por un sector social abandonado a su suerte. Plantear hacer frente a esto obliga a definir la situación de las grandes empresas estatales, cuyas pérdidas son inadmisibles. Definir la participación privada en sectores estratégicos, el papel de la competencia, acotar la presencia de las grandes empresas privadas, determinar la contribución tributaria deseable y los rubros modificables del gasto público.
Todo ello en medio de una notoria crisis de confianza en la política, los políticos y la democracia misma. Crisis que, sin embargo, no impedirá que con nuestro voto decidamos el rumbo que debe tener México.
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