Mar de Historias
A estas horas
Cristina Pacheco
Ustedes comprenderán que tenga miedo. No es fácil cambiarlo todo de un momento a otro. Uno se encariña con los lugares y con las personas. A lo mejor les parezco muy limitada, pero no entiendo el mundo fuera de la tienda. Allí pasé más tiempo que en mi casa y con muchas de ustedes conviví más que con mis hermanos. Les juro que no puedo ni imaginar qué haré el lunes cuando oiga el despertador y me dé cuenta de que ya no necesito levantarme para ir a mi trabajo. Tal vez piense: A estas horas estaría corriendo al Metro, a estas horas estaría llegado a la tienda, a estas horas estaría mostrando mi gafete en la entrada de personal”.
Laura recuerda que sus palabras le provocaron un acceso de llanto que la avergonzó y la hizo disculparse por haber interrumpido la cena. Con los platos rebosantes de canelones sus amigas la rodearon, le dijeron que su reacción era natural. Y hablaban con conocimiento de causa: todas habían vivido ya la experiencia de verse jubiladas.
Sí, pero su caso es distinto. Ustedes tienen esposos, hijos. Yo no. Me divorcié a los cinco años de matrimonio y juré que nunca volvería a casarme. Ahora dudo de haber actuado bien; aunque, claro, ya es tarde para pensar en eso.
Antonia la animó diciéndole que ahora, con más tiempo libre, a lo mejor encontraba un hombre interesante que le propusiera, si no matrimonio, al menos vivir juntos. Eso era posible. Después de todo ella, Laura, a pesar de su edad –no entró en detalles– se conservaba atractiva. Aunque se vería mejor si aceptara darse un jaloncito en las bolsas de los ojos.
Laura olvidó por unos minutos sus inquietudes y se dejó arrastrar por el giro de la conversación:
No nos hagamos tontas: el tiempo no perdona a nadie. Hubo opiniones encontradas. Antonia dijo que Laura tenía razón. Sandra consideraba, por el contrario, legítimo, hasta necesario, darle una ayudadita a la naturaleza, y acabó por confesarles que estaba llevando una dieta rejuvenecedora. Érika la puso en guardia contra los productos milagro que garantizan años y kilos de menos en breve tiempo. Minerva aseguró que la edad es sobre todo una cuestión de actitud. Antonia estuvo de acuerdo, lástima que no pensaran de ese modo los jefes de personal que un día te llaman a su oficina para que comiences los trámites de la jubilación.
II
Hace tres semanas que Laura cruzó por ese infierno. Al recordarlo ahora revive su extrañeza cuando el señor Dorantes la citó a media mañana en su oficina, le pidió que tomara asiento y le indicó a su secretaria no pasarle llamadas mientras estuviera allí Laurita. Su jefe nunca la había llamado así y la insólita familiaridad la hizo temer algo desagradable. Sólo se equivocó en los términos que usó el señor Dorantes para decirle que había llegado para ella el momento de jubilarse y de entregar su gafete.
Automáticamente Laura protegió con su mano la cartulina enmicada que había llevado prendida al pecho desde que entró a trabajar en Almacenes Anderson. Dorantes sonrió. Ella se puso roja y, tropezando con las palabras, urdió argumentos válidos para impedir lo que consideraba un despojo:
Si me permite, señor Dorantes: siempre estuve consciente de que este momento iba a llegar; pero más tarde, cuando mi trabajo ya no le fuera útil a la empresa, y creo que aún lo es.
A usted le consta que el año pasado fui en dos ocasiones megavendedora y estoy entre las nominadas de mayo.
El señor Dorantes se puso a reconocerle sus méritos. Laura dejó de escucharlo porque los latidos de su corazón se lo impedían. No recuerda cómo ni en qué momento se puso de pie y estrechó la mano del señor Dorantes. Laura deduce que lloró, porque de otro modo él no le habría dicho:
Se conflictuará menos si ve las cosas de otra manera. Piense que con tantos años de trabajo ha ganado el derecho a disfrutar de su tiempo, de su vida. Me pregunto de cuántas cosas habrá prescindido para cumplir en la tienda. Imagino que serán muchas: hacer un viajecito, estudios, ¡no sé! Ya me lo dirá cuando venga por aquí, y a lo mejor ahora como clienta.
Laura cierra los ojos para borrar la imagen del señor Dorantes sonriendo satisfecho por haber pronunciado con absoluta y falsa espontaneidad un discurso que de seguro les había dicho a decenas, si no es que cientos de trabajadores que después de pasarse en la tienda la mejor etapa de su vida eran despedidos. En momentos en que resultaba imposible conseguir otro empleo no tenían más perspectiva que vivir con sus pobres pensiones.
Tendida en su cama, Laura siente curiosidad por saber cuántos meses, semanas, días, horas habrá pasado en la tienda olorosa a lavanda o a pino según la estación; decorada con flores en la primavera, hojas cobrizas durante el otoño y nubes de escarcha en invierno. Gingle bells, gingle bells, gingle all the way…
La próxima será la primera Navidad en que ella no se ponga el bonete de franela roja con que salía al paso de los clientes para desearles felices compras, felices fiestas, ¡feliz todo! Falta mucho para diciembre. De aquí a entonces tal vez haya logrado construir una nueva vida sin gafete, bajo otros horarios, junto a personas que no sean las que ha visto durante años y por eso se convirtieron en su otra familia.
III
Anteayer, al final de la cena con que sus amigas celebraron que hubiera terminado el papeleo de su jubilación, le entregaron un regalo envuelto en papel metálico, con un lazo rojo y una tarjeta firmada por todas. Laura se quedó mirándolo, como si no dudara merecer el obsequio.
¡Que lo abra, que lo abra, que lo abra!
Las manos le temblaban. Laura tardó en retirar los papeles que envolvían la caja con un juego de pants azul marino y encima otra tarjeta: “Para que te sientas cómoda en tu casa”. Al imaginarse vestida con ese atuendo y en pantuflas se horrorizó. Antonia le dijo que si le disgustaban podía cambiar las prendas por otras y le entregó la nota de compra con la súplica de que por favor, por favorcito, no se fijara en el precio.
Laura lloró conmovida por la generosidad de sus amigas olorosas a salsa boloñesa. Érika la había preparado según la receta que consiguió en Roma, adonde fue con un boleto pagado en abonos y en compañía de otras jubiladas que se tomaron fotos, subieron de peso por minutos y en más de una ocasión practicaron su italiano: prego, piacere, bel uomo.
Suena el despertador. Laura observa cómo avanzan las manecillas y piensa en lo que imaginó: en que si aún fuera empleada de Almacenes Anderson a estas horas estaría bajo la regadera, luego arreglándose ante el espejo, más tarde corriendo al Metro para llegar a tiempo a la entrada de personal y acreditarse con el gafete que durante más de 20 años fue el pasaporte que le permitió transitar por el mundo, su mundo: Almacenes Anderson. Ahora que no lo tiene se siente como los maniquíes viejos que están en el sótano de la tienda amontonados, desnudos, mirando con sus ojos vidriosos al vacío.
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