Es una obsesión. El pecho es un objeto de deseo, un fetiche y un símbolo de poder. La mayoría de las mujeres lo quiere grande, joven y turgente. Este deseo se sustenta en referentes como Marilyn Monroe, la Barbie o las modelos de Playboy. El atributo viene de lejos. «Las mamas grandes son el resultado de mecanismos de selección sexual desaforados», afirma el antropólogo Nigel Barber. El pecho exuberante es la consecuencia de una competición. Las mujeres exageraban sus atributos de género (piel pálida y sin vello, nariz pequeña…) para destacar. Y en el caso del pecho, también para amamantar. Hoy existen varias alternativas. Pero entonces un seno prominente era un requisito indispensable para criar a la prole.
La silueta ha evolucionado, pero el foco resiste en el pecho. «En algunos cuadros, como en El sueño de Gustave Courbet, la mirada se dirige directamente a ese atributo», afirma José Ramón Soraluce, catedrático de Composición Arquitectónica de la Universidad de A Coruña. Y añade: «Su significado es la fertilidad. En las obras primitivas, las Venus tienen unas caderas y unos pechos gigantes. En cambio, en el románico las mujeres son planas. Se eliminan las referencias a la sensualidad. Ya en el barroco, la atención se desvía a los glúteos, los muslos, los brazos y la melena». La artista española Marta Sanz lo corrobora: «La Venus de Willendorf [22.000-24.000 a. C.] o la de Lespugue [25.000-20.000 a. C.] son esculturas modeladas en torno a la fecundidad. Las curvas son voluptuosas y las caderas y las tetas, enormes. Los genitales aparecen como incisiones. Existen amuletos de este tipo en el Paleolítico; se abarcaban con la mano».
Para atraer las miradas a sus escotes, las mujeres han sudado de lo lindo. Y se han desmayado otro tanto. Desde el Renacimiento y hasta bien entrado el siglo XIX, el corsé esculpe figuras: encierra la cintura y empuja los senos hacia arriba. Una tortura. La irrupción del sujetador a principios del siglo pasado supone una revolución. Y su trayectoria refleja el devenir de la estética. Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, las faldas se acortan y la atención se centra en las piernas. La mujer entra en las fábricas. Pero cuando los hombres regresan del frente y ellas a las cocinas, la cintura y la delantera de infarto se recuperan. La década de los pechos torpedo (los años 50) no tiene desperdicio. Divas como Marilyn Monroe, Diana Dors o Mamie van Doren construyen su carrera sobre la rotundidad de su busto. Jayne Mansfield llegó a asegurarlos por un millón de dólares.
Inyecciones de silicona, corsés de alambres, toallas ardiendo… los insólitos inventos y padecimientos que han soportado las mujeres son muchos. Teresa Riordan, columnista del The New York Times y autora del ensayo Inventing Beauty (La invención de la belleza), creía que esos procedimientos macabros habían surgido de la mente masculina. Hasta que investigó la industria de la belleza en los siglos XIX y XX. «Fueron ellas las que idearon la mayoría de mecanismos», afirmaba hace poco en The Guardian. Sus hallazgos son espeluznantes. The Ugly-Girl Papers (Los papeles de la chica fea), uno de los libros que encontró en sus pesquisas, aconseja frotar las tetas con una toalla empapada en agua hirviendo para ponerlas turgentes. También invita a construir un corsé de alambres para levantarlas. «Las mujeres se han inyectado sustancias peligrosas como la parafina o la grasa animal», informa.
Por cierto, los primeros en emplear la silicona en estética fueron los japoneses. Después de la Segunda Guerra Mundial, su canon mutó influido por EE UU. Y las niponas, en especial las prostitutas, se empezaron a pinchar silicona en el busto. Era su manera de seducir a los marines estadounidenses. El experimento les salió rana: el pinchazo se gangrenaba (entre otras complicaciones).
«Las mujeres aumentan de talla para agradar y atraer a los hombres. Y lo hacen a pesar del dolor, el gasto y el daño que les causa. Y es una ironía, porque muchos tratamientos dejan sus pechos insensibles al placer», afirma Marilyn Yalom, catedrática del Instituto de Investigación de Género Clayman de la Universidad de Stanford.
No olvidemos que hablamos de una intervención quirúrgica, con anestesia y postoperatorio. «Las molestias son tensión, tirantez y daño, pero suelen desaparecer con calmantes. Las cicatrices se sitúan en la vía de acceso –areola, surco submamario o axila– y suelen ser pequeñas», describe el cirujano Antonio de la Fuente. Y claro, la operación duele. «El 65% se queja de dolor (6-7 sobre 10) durante tres o cuatro días. Depende del umbral del paciente», explica Jesús Benito Ruiz, médico de Antiaging Group Barcelona.
El escándalo de las PIP ha destapado fisuras en el sistema. «Una empresa [francesa] comercializó prótesis de poca calidad elaboradas con silicona industrial no apta y con un riesgo de rotura mayor. El material no se correspondía con el que había obtenido el sello CE de la Unión Europea. Las prótesis del mercado suelen ser de fiar. Han pasado las garantías. Este fue un caso puntual», insiste De la Fuente. No obstante, ni las autoridades francesas ni las europeas detectaron los implantes defectuosos a tiempo. El control falló por laxo, según sus detractores: las empresas reciben notificación de las inspecciones seis semanas antes. Resultado: entre 400.000 y 500.000 mujeres llevan las PIP.
Hay negligencias: un pecho más arriba que otro, ausencia de pezones, areolas asimétricas... La oficina española del consumidor recibe unas 100 denuncias anuales. En España hay 900 cirujanos estéticos reconocidos, pero operan más de 5.000. Con los registrados estos estropicios no pasan. Después de todo, sobra experiencia. Este año se cumplen 50 años desde la primera mamoplastia.
«El equipo de Thomas Cronin buscaba una manera segura de aumentar el pecho de las mujeres. Un día uno de sus ayudantes, Frank Gerow, recogió sangre del laboratorio. Se la dieron en una bolsa de plástico [hasta entonces se colocaba en cristal]. Tuvo la sensación de tocar un seno», relata Benito Ruiz. La anécdota inspiró a Cronin. El cirujano acababa de regresar de un congreso donde había oído hablar de la silicona, una sustancia que se podía fabricar sólida o líquida. El primer prototipo se lo colocaron a Esmeralda, una perra. Fue un éxito. Ya en 1962 pusieron los primeros implantes a una tejana, Timmie Jean Lindsey. «Las prótesis consisten en cubiertas de silicona rellenas de gel de la misma sustancia», explica Jesús Benito Ruiz, del Antiaging Group Barcelona.
La mamoplastia es la segunda cirugía más común en el mundo, solo por detrás de la liposucción. Entre cinco y diez millones de personas se han sometido a esta intervención en el mundo. En 2010 se realizaron un millón y medio. Y en países como EE UU (con 318.123 en 2010) y el Reino Unido, es la más popular. En España los gustos han cambiado: «Desde hace cinco años ponemos tallas más grandes. Antes aumentaba hasta una 90, hoy a una 95 o a una 100. Se debe a la influencia de EE UU», opina De la Fuente. Los senos se mantienen como valor al alza. Hoy se llevan las tetas enormes sobre los cuerpos de jovencita, un atentado contra las leyes de la física. Y una imaginería caricaturesca y exagerada. Pero las fantasías sexuales se construyen sobre rasgos de género hiperbólicos: penes y pechos enormes; un patrón que se repite en varias culturas.
La silueta ha evolucionado, pero el foco resiste en el pecho. «En algunos cuadros, como en El sueño de Gustave Courbet, la mirada se dirige directamente a ese atributo», afirma José Ramón Soraluce, catedrático de Composición Arquitectónica de la Universidad de A Coruña. Y añade: «Su significado es la fertilidad. En las obras primitivas, las Venus tienen unas caderas y unos pechos gigantes. En cambio, en el románico las mujeres son planas. Se eliminan las referencias a la sensualidad. Ya en el barroco, la atención se desvía a los glúteos, los muslos, los brazos y la melena». La artista española Marta Sanz lo corrobora: «La Venus de Willendorf [22.000-24.000 a. C.] o la de Lespugue [25.000-20.000 a. C.] son esculturas modeladas en torno a la fecundidad. Las curvas son voluptuosas y las caderas y las tetas, enormes. Los genitales aparecen como incisiones. Existen amuletos de este tipo en el Paleolítico; se abarcaban con la mano».
Para atraer las miradas a sus escotes, las mujeres han sudado de lo lindo. Y se han desmayado otro tanto. Desde el Renacimiento y hasta bien entrado el siglo XIX, el corsé esculpe figuras: encierra la cintura y empuja los senos hacia arriba. Una tortura. La irrupción del sujetador a principios del siglo pasado supone una revolución. Y su trayectoria refleja el devenir de la estética. Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, las faldas se acortan y la atención se centra en las piernas. La mujer entra en las fábricas. Pero cuando los hombres regresan del frente y ellas a las cocinas, la cintura y la delantera de infarto se recuperan. La década de los pechos torpedo (los años 50) no tiene desperdicio. Divas como Marilyn Monroe, Diana Dors o Mamie van Doren construyen su carrera sobre la rotundidad de su busto. Jayne Mansfield llegó a asegurarlos por un millón de dólares.
Inyecciones de silicona, corsés de alambres, toallas ardiendo… los insólitos inventos y padecimientos que han soportado las mujeres son muchos. Teresa Riordan, columnista del The New York Times y autora del ensayo Inventing Beauty (La invención de la belleza), creía que esos procedimientos macabros habían surgido de la mente masculina. Hasta que investigó la industria de la belleza en los siglos XIX y XX. «Fueron ellas las que idearon la mayoría de mecanismos», afirmaba hace poco en The Guardian. Sus hallazgos son espeluznantes. The Ugly-Girl Papers (Los papeles de la chica fea), uno de los libros que encontró en sus pesquisas, aconseja frotar las tetas con una toalla empapada en agua hirviendo para ponerlas turgentes. También invita a construir un corsé de alambres para levantarlas. «Las mujeres se han inyectado sustancias peligrosas como la parafina o la grasa animal», informa.
Por cierto, los primeros en emplear la silicona en estética fueron los japoneses. Después de la Segunda Guerra Mundial, su canon mutó influido por EE UU. Y las niponas, en especial las prostitutas, se empezaron a pinchar silicona en el busto. Era su manera de seducir a los marines estadounidenses. El experimento les salió rana: el pinchazo se gangrenaba (entre otras complicaciones).
«Las mujeres aumentan de talla para agradar y atraer a los hombres. Y lo hacen a pesar del dolor, el gasto y el daño que les causa. Y es una ironía, porque muchos tratamientos dejan sus pechos insensibles al placer», afirma Marilyn Yalom, catedrática del Instituto de Investigación de Género Clayman de la Universidad de Stanford.
No olvidemos que hablamos de una intervención quirúrgica, con anestesia y postoperatorio. «Las molestias son tensión, tirantez y daño, pero suelen desaparecer con calmantes. Las cicatrices se sitúan en la vía de acceso –areola, surco submamario o axila– y suelen ser pequeñas», describe el cirujano Antonio de la Fuente. Y claro, la operación duele. «El 65% se queja de dolor (6-7 sobre 10) durante tres o cuatro días. Depende del umbral del paciente», explica Jesús Benito Ruiz, médico de Antiaging Group Barcelona.
El escándalo de las PIP ha destapado fisuras en el sistema. «Una empresa [francesa] comercializó prótesis de poca calidad elaboradas con silicona industrial no apta y con un riesgo de rotura mayor. El material no se correspondía con el que había obtenido el sello CE de la Unión Europea. Las prótesis del mercado suelen ser de fiar. Han pasado las garantías. Este fue un caso puntual», insiste De la Fuente. No obstante, ni las autoridades francesas ni las europeas detectaron los implantes defectuosos a tiempo. El control falló por laxo, según sus detractores: las empresas reciben notificación de las inspecciones seis semanas antes. Resultado: entre 400.000 y 500.000 mujeres llevan las PIP.
Hay negligencias: un pecho más arriba que otro, ausencia de pezones, areolas asimétricas... La oficina española del consumidor recibe unas 100 denuncias anuales. En España hay 900 cirujanos estéticos reconocidos, pero operan más de 5.000. Con los registrados estos estropicios no pasan. Después de todo, sobra experiencia. Este año se cumplen 50 años desde la primera mamoplastia.
«El equipo de Thomas Cronin buscaba una manera segura de aumentar el pecho de las mujeres. Un día uno de sus ayudantes, Frank Gerow, recogió sangre del laboratorio. Se la dieron en una bolsa de plástico [hasta entonces se colocaba en cristal]. Tuvo la sensación de tocar un seno», relata Benito Ruiz. La anécdota inspiró a Cronin. El cirujano acababa de regresar de un congreso donde había oído hablar de la silicona, una sustancia que se podía fabricar sólida o líquida. El primer prototipo se lo colocaron a Esmeralda, una perra. Fue un éxito. Ya en 1962 pusieron los primeros implantes a una tejana, Timmie Jean Lindsey. «Las prótesis consisten en cubiertas de silicona rellenas de gel de la misma sustancia», explica Jesús Benito Ruiz, del Antiaging Group Barcelona.
La mamoplastia es la segunda cirugía más común en el mundo, solo por detrás de la liposucción. Entre cinco y diez millones de personas se han sometido a esta intervención en el mundo. En 2010 se realizaron un millón y medio. Y en países como EE UU (con 318.123 en 2010) y el Reino Unido, es la más popular. En España los gustos han cambiado: «Desde hace cinco años ponemos tallas más grandes. Antes aumentaba hasta una 90, hoy a una 95 o a una 100. Se debe a la influencia de EE UU», opina De la Fuente. Los senos se mantienen como valor al alza. Hoy se llevan las tetas enormes sobre los cuerpos de jovencita, un atentado contra las leyes de la física. Y una imaginería caricaturesca y exagerada. Pero las fantasías sexuales se construyen sobre rasgos de género hiperbólicos: penes y pechos enormes; un patrón que se repite en varias culturas.
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