Periodistas y políticos, una atracción fatal
La ruptura entre DSK y Anne Sinclair se produce cuando el debate está más candente
¿Son las uniones entre gobernantes y profesionales de la información sospechosas por fuerza?
¿Incurren en conflicto de intereses los presidentes Hollande y Gauck al salir con periodistas?
¿Qué tienen en común los jefes de Estado de
Francia y Alemania, las dos locomotoras de la Unión Europea? En
principio, poca cosa. El presidente de la República Francesa es elegido
directamente por los ciudadanos y tiene mucho poder, más incluso que los
primeros ministros de Italia o España; el de la República Federal de
Alemania surge, en cambio, de cambalaches legislativos y manda aún menos
que la reina de Inglaterra. Hasta hoy no había, pues, ninguna razón
para hablar en una misma historia de uno y otro. Sin embargo, el
socialista francés François Hollande y el centrista alemán Joachim Gauck
tienen hoy un par de cosas en común: ambos tienen parejas estables con
las que no están casados y en ambos casos esas parejas son periodistas.
Ahí es donde a la prensa del corazón empieza a
salirle por la cabeza el humo del desconcierto. ¿Puede aplicarse esa
rancia fórmula de primera dama a Valérie Trierweiler y a Daniela Schadt,
que no están casadas, ni por la Iglesia ni por el juzgado, con Hollande
y Gauck? Como la prensa del corazón tiene gran ductilidad, lo más
probable es que lo sigan haciendo, siempre y cuando ellas se presten a
salir en esos tontorrones saraos fotográficos que las cumbres
internacionales organizan para las mujeres de los líderes.
Así que pasemos a algo más serio, algo que
lleva unas semanas coleando en la prensa de referencia europea: ¿puede
seguir ejerciendo el periodismo la pareja estable (hombre o mujer) de un
jefe/a de Estado o de Gobierno? Y da lo mismo que estén o no casados,
que se les llame esposo/a, compañero/a, novio/a o chico/a. De lo que
estamos hablando ahora es de una cuestión que afecta a la esencia misma
de la relación entre el periodismo y el poder político y económico: el
conflicto de intereses.
Empecemos por los hechos recientes. El 12 de
junio, un tuit de Valérie Trierweiler abrió una seria grieta en la
“normalidad” que Hollande quiere llevar al Elíseo tras los locos años people de Nicolas Sarkozy, Cécilia Ciganer, Carla Bruni y la pequeña Giulia. En 135 caracteres, Valérie se pronunciaba a favor de la candidatura del adversario electoral de Ségolène Royal, la exmujer de Hollande y la madre de sus cuatro hijos. Todo el mundo lo entendió como un ajuste de cuentas personales.
Pero, bueno, cualquiera –no solo los periodistas– tiene acceso a Twitter. Así que ese episodio, que le ha costado a Hollande dos puntos de popularidad según una encuesta publicada el 24 de junio por Le Journal du Dimanche,
puede circunscribirse a un debate no menos apasionante: el de la
libertad de expresión de la pareja de un gobernante (o de un serio
candidato a gobernante). “El tuit de la señora Trierweiler es un error”, sentenció un editorial de Le Monde.
Este diario se pronunciaba a favor de que la pareja de un político
asuma voluntariamente los sacrificios personales, incluido el morderse
la lengua, que conlleva este tipo de relación. Y daba un paso más e iba a
la otra cuestión: citando el precedente de Doris Schröder-Köpf,
esposa del que fuera canciller socialdemócrata alemán Gerhard Schröder,
le recomendaba a Valérie Trierweiler que renunciara al periodismo.
Redactora de Bild Zeitung y Focus, Doris Schröder-Köpf dejó el oficio entre 1998 y 2005, cuando Schroeder gobernó Alemania, y asumió el papel convencional de primera dama. Nunca volvió a la prensa y hoy se dedica a la política en la Baja Sajonia.
En Alemania parece regir una regla no escrita
según la cual el periodista debe retirarse cuando su pareja llega al
poder. Lo mismo que Doris Schröder-Köpf ha hecho Daniela Schadt, la
compañera desde hace una docena de años de Joachim Gauck. A finales del
pasado invierno, cuando se empezó a hablar de que el pastor luterano
Gauck podía llegar a la meramente protocolaria presidencia de la
República Federal de Alemania, Schadt anunció que, de ser así, y para
evitar cualquier conflicto de intereses, ella abandonaría
voluntariamente la jefatura del servicio político del diario bávaro Nurnberger Zeitung.
Dicho y hecho, la última aparición de Daniela en su periódico fue como
entrevistada: declaró que se iba a dedicar a actividades humanitarias.
Lo de Gauck, de 72 años, es curioso. Vive con
Daniela Schadt, dos décadas más joven, sin haberse divorciado jamás de
su esposa, Hansi Gauck, de la que se separó en 1991. La semana pasada, Hansi ha aparecido en la portada de la revista de cotilleos Bunte llamando “mi marido” al jefe del Estado alemán y expresando a lo largo de ocho páginas de entrevista una resignada aceptación de este estatuto triangular.
Volviendo a lo del periodismo, tal vez la
clave estribe en que muchas francesas son más rebeldes que las alemanas.
A diferencia de sus colegas Schröder-Köpf y Schadt, Valérie Trierweiler
se niega a colgar los trastos.
Cuando Hollande se separó de Ségolène y comenzó su relación con Valérie, la dirección de Paris Match
advirtió a su periodista de que sus informaciones y opiniones en
materia política podrían tener a partir de entonces un serio problema de
credibilidad. Ella lo negó y ambas partes capearon el temporal hasta
esta primavera, cuando el socialista conquistó el Elíseo. Entonces, Paris Match, el semanario para el que ha trabajado durante 22 años, fue tajante: Valérie fue forzada a dejar el área política y ocuparse de reseñas de libros e información cultural.
En la primera semana de junio, su primer texto
publicado ya como pareja del presidente de la República fue un intento
de toma de la Bastilla. Versaba sobre una biografía de Eleanor Roosevelt
escrita por Claude-Catherine Kiejman, y recordaba que durante el tiempo
que pasó en la Casa Blanca junto a su esposo, el presidente
estadounidense Roosevelt, Eleanor publicó una columna con sus opiniones
sobre asuntos políticos y sociales. “Ya lo ven”, escribió Trierweiler,
“una primera dama que también es periodista no es una novedad”.
Pero incluso para aquellos que simpatizan con
su rebeldía, resulta evidente que Valérie Trierweiler necesita
aclararse. La reivindicación de su libertad personal resultaría más
sostenible si hubiera renunciado a ser una primera dama
tradicional: si se hubiera quedado a vivir en su casa, si no hubiera
aparecido en el escenario de actos de campaña de Hollande, si no hubiera
tenido un papel tan destacado en su instalación en el Elíseo, si no le
hubiera acompañado oficialmente en su primer viaje al extranjero, si no
se hubiera fotografiado tan contenta con Michelle Obama…
Ser la pareja de un político o un periodista
no es fácil, los dos son oficios muy absorbentes que dejan poco tiempo y
energía para la vida personal. Pero si la pareja está formada por un
político y un periodista, la cosa adquiere una tercera dimensión, la
pública. En democracia se supone que el periodismo es un contrapoder al
servicio de la ciudadanía frente a los abusos de los gobernantes. “Y si
los periodistas comparten la vida de los que nos gobiernan, ¿cómo creer
en la independencia de sus informaciones y opiniones”, se pregunta Le Nouvel Observateur en el excelente dosier Les liaisons dangereuses que ha consagrado a este tema.
Es normal que salte el amor. Muchas parejas
surgen de la convivencia en los lugares de estudio o de trabajo, y
políticos y periodistas pasan mucho tiempo juntos (también ocurre con
periodistas y deportistas, ahí está el dúo formado por Sara Carbonero e
Iker Casillas). ¿Qué hacer entonces si el cegado Cupido dispara sus
flechas? ¿Por qué debe ser siempre el periodista el que tenga que poner
un paréntesis o incluso un fin a su carrera? ¿Dónde está escrito que la
ambición del político es superior por antonomasia al oficio del
periodista?
En Francia, Audrey Pulvar, compañera del
flamante ministro socialista de Industria, Arnaud Montebourg, parece
haber fracasado en su intento de ofrecer respuestas no convencionales a
esos interrogantes. Hace tres años, Pulvar informó a sus jefes en la
emisora radiofónica France Inter del comienzo de su relación con el
entonces diputado socialista Montebourg. Le agradecieron su sinceridad y
le dijeron que podía continuar haciendo información política, que
confiaban en su honestidad y profesionalidad. Pero Montebourg adquirió
notoriedad nacional al presentarse a las primarias socialistas,
convertirse luego en un estrecho colaborador de Hollande y, por último,
hacerse con una cartera ministerial. El resultado es que Pulvar ha perdido su trabajo.
Este caso permite abordar otra derivada. En la
gran mayoría de las parejas formadas por periodistas y políticos, los
primeros son mujeres, y los segundos, varones. Le Nouvel Observateur
intenta explicarlo así: “La atracción por el hombre poderoso sigue
siendo un fantasma femenino, y la erotización de la política, una
actitud típicamente masculina”. Bueno, también cabría añadir que, aunque
ya hay muchas periodistas fantásticas en el primer plano de la
información (no tanto en la dirección), los gobernantes femeninos siguen
siendo escasos.
¿Y por qué tiene que ser siempre la mujer la
que abandone su carrera en provecho de la del marido? ¿No podría el
político varón dejar de soñar con el poder para que su pareja pudiera
seguir en la prensa? Montebourg dijo que así lo haría, que daría la
primacía a la carrera de Audrey Pulvar, pero hele ahí convertido en
ministro mientras que a ella la echan de France Inter. También es verdad
que, a finales de marzo, Pulvar salió en la portada de Les Inrockuptibles con una rosa roja entre los dientes.
En sus tiempos de director de The New York Times, el legendario A. M. Rosenthal
zanjó la cuestión con esta frase lapidaria. “No me molesta que mis
periodistas se acuesten con los elefantes, siempre que no cubran el
circo”. En 1977, cuando Rosenthal se enteró de que una de sus más
prometedoras reporteras tenía una relación estable con un senador, la
despidió sin contemplaciones.
Así que, siguiendo lo que en Estados Unidos se conoce como “la regla Rosenthal”, Maria Shriver dejó su trabajo de periodista televisiva cuando su esposo, Arnold Schwarzenegger, se convirtió en gobernador de California. Años antes, Christiane Amanpour,
célebre por cubrir las guerras del Golfo y de Bosnia para CNN, había
sido muy criticada por seguir haciendo información internacional para
esa cadena cuando su esposo, James Rubin, era portavoz del Departamento
de Estado de Bill Clinton y una de sus principales fuentes.
En los noventa, los casos franceses más
polémicos fueron los de las estrellas televisivas de la información
política Anne Sinclair y Christine Ockrent, casadas con sendos ministros
de Mitterrand, Dominique Strauss-Kahn (DSK) y Bernard Kouchner. En abril de 1992, el manifiesto conflicto de intereses saltó al prime time
cuando Sinclair y Ockrent entrevistaron conjuntamente a Mitterrand. Tal
fue el escándalo que a partir de ahí se creó lo que el periodismo
francés llama “la jurisprudencia Sinclair”. Cuando DSK volvió a tener
una cartera ministerial en 1997, ella abandonó la presentación del
programa político que le había hecho célebre, 7 sur 7. Y solo
después de que, en 2011, DSK cayera en la ignominia universal a raíz del
escándalo del hotel Sofitel de Nueva York, Sinclair regresó al
periodismo, ahora como directora de la edición francesa de The Huffington Post. Con todo, el que fuera uno de los matrimonios más admirados del país no ha resistido más. La prensa francesa reveló ayer que Sinclair rompió su relación con el ex director gerente hace un mes.
En España no se ha producido aún ninguna gran
polémica por el posible conflicto de intereses entre profesionales de la
información y cargos públicos. Prometedora periodista de televisión, Letizia Ortiz abandonó su carrera al enamorarse del Príncipe de Asturias. Gloria Lomana, directora de los informativos de Antena 3, está casada con el exministro Josep Piqué,
pero este se dedica hoy a los negocios. Y Alberto Núñez Feijóo,
presidente de Galicia, sostiene una discreta relación con la periodista
Carmen Gámir, Chinny, a la que conoció cuando ella trabajaba en la delegación madrileña del diario La Región. Pero Gámir está hoy en excedencia.
En la década de los setenta, con el Watergate en EE UU, Le Canard Enchaîné
en Francia y la Transición en España, los periodistas eran percibidos
con simpatía por las opiniones públicas. Hoy su imagen se ha deteriorado
en las democracias occidentales, aunque no tanto como la de los
políticos. Por eso, cualquier sospecha de connivencia, compadreo o
endogamia entre el denominado cuarto poder y los que mandan de
verdad, gobernantes, empresarios y banqueros, resulta tan dañina. Y por
eso, periodistas y políticos, aunque no sean inmunes a las flechas de
Cupido, deben gestionar con cautela sus relaciones sentimentales.
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