¡Y lo llaman venganza!
Privatizar el perdón de la víctima al criminal tiene mucho de ceremonia dudosa
¿Encuentros espontáneos o institucionalmente alentados entre víctimas
y criminales, o entre las víctimas de diversos tipos de criminalidad?
Si pueden ayudar en sus cuitas a personas que sufren o aliviar alguna
conciencia atribulada, adelante con ellos. Pero lo inaceptable es la
privatización de las culpas (muy a la moda de esta época tan
privatizadora y enemiga del espíritu público), como si los delitos
cometidos fuesen agravios o malentendidos interpersonales, casi íntimos.
Estamos hablando de transgresiones graves de las leyes en que se funda
el Estado de derecho, motivadas ideológicamente por el deseo de agredir a
las instituciones democráticas y por tanto de atentados contra la paz
social, no solamente de ofensas individuales. Ha habido víctimas de
carne y sangre, con nombres y apellidos, pero junto a cada una de esas
víctimas de primer grado fuimos también víctimas todos los españoles
demócratas, porque quienes mataban pretendían hostigarnos, atemorizarnos
y subyugarnos.
Por eso la ceremonia privatizadora del perdón de la víctima al criminal tiene tanto de dudosa. Primero, porque como muy bien ha señalado Consuelo Ordóñez, gran parte de las víctimas de primer grado están muertas y nadie puede absolver en su nombre: lo malo de asesinar al prójimo es que se elimina también a quien mañana podría aligerarnos la conciencia. En segundo lugar, porque en un Estado de derecho los individuos no pueden tomarse la venganza por su mano pero tampoco, correlativamente, exonerar a los delincuentes. O leyes o ajustes de cuentas (y cancelación de deudas) privadas, ambas cosas no pueden conciliarse en estas cuestiones. No basta el reconocimiento del daño causado, que es algo que suena a chiste: es evidente que la acción terrorista causa daño, precisamente por eso fue llevada a cabo y no por descuido…Tampoco el arrepentimiento del delincuente, que sin duda tiene efectos morales cuya sinceridad solo él conoce, puede producir efectos penales salvo que se exteriorice por la vía de hechos concretos: repudio de la organización terrorista, no para mañana, sino para cuando se actuó dentro de ella y colaboración con la justicia en el esclarecimiento de los casos pendientes (a lo que por cierto se ha negado Valentín Lasarte en su oportuno encuentro con Consuelo Ordóñez), etc…
En último y quizá primer término, el arrepentimiento efectivo es proclamar la aceptación de la pena que la ley impone por el delito cometido y reconocerlo como tal delito. Lo demás son embarullados subterfugios: las cárceles están llenas de convictos arrepentidos de haber intentado transgresiones que salieron mal y les llevaron entre rejas…
No hacen falta dómines torticeros que ahora nos convenzan de que todos los delincuentes tienen derecho a la reinserción social: la pena que deben cumplir es precisamente el primer requisito de ella. Cuando la han purgado, vuelven a la vida en libertad, arrepentidos o no: ¡que se lo pregunten a Pilar Elías, que ha tenido que convivir en su propio inmueble con el asesino de su marido, cuando éste salió de la cárcel, no precisamente contrito! Si aspiran a obtener beneficios penitenciarios individuales que alivien o incluso acorten su condena, deben someterse a los requisitos que impone la legalidad y no a exigir como un derecho sin trabas lo que es una medida de generosidad social. No es esto, naturalmente, lo que quiere ETA ni sus herederos políticos naturales. A ellos no les preocupan los reclusos como casos humanos, sino como representantes colectivos de la faz de ETA en la sociedad. Quieren verlos amnistiados y reivindicados sin condenar al terrorismo porque ello supone la aceptación social de las razones que les llevaron al crimen. A ETA y adláteres no les interesa la reinserción de los presos, sino la reinserción de la propia ETA a través de los presos en la sociedad vasca que aspira cada vez más a controlar. Y todos los que de buena o peor fe están colaborando con sus gesticulaciones a la privatización de la culpa acaban por dar credibilidad y respetabilidad pública a ese inicuo propósito.
Algunas asociaciones de víctimas, a título colectivo o individualmente, se han opuesto a que criminales que no han condenado a la banda terrorista ni han colaborado con la justicia gocen de cualquier tipo de beneficios carcelarios. Es obvio que las víctimas son ciudadanos como los demás, que pueden atinar o equivocarse en sus planteamientos como cualquiera y que no tienen autoridad para decidir cuál debe ser la política penitenciaria del país. Pero al menos hay un derecho que sí se han ganado a pulso: el de que no se les pueda acusar con infamia canallesca de “vengativas”. Precisamente lo que no han hecho las víctimas, a lo largo de las décadas feroces del terrorismo, ha sido vengarse de sus agresores o tomarse la justicia por su mano. Han confiado en las instituciones legales para que los criminales fuesen detenidos y castigados. Dejo a los filósofos del derecho el esclarecimiento de si los castigos penales son una forma de “venganza” social: lo obvio es que son el único modo de que la cadena de venganzas privadas no acabe destruyendo la sociedad.
Las víctimas del terrorismo (todas ellas: no solo quienes han sufrido el atentado o perdido en él a parientes, sino quienes han tenido que emigrar o han abandonado sus trabajos o se han visto relegados socialmente mientras otros más contemporizadores se beneficiaban de que corriese el escalafón) asisten ahora a que los ayer colaboradores y hoy herederos de ETA hayan sido políticamente legalizados sin más trámite que decir que ya no recurrirán de nuevo a la violencia. Si protestan, se convierten en enemigos de la paz y en contrarios a los buenos “nuevos tiempos” que van a ser regidos, qué casualidad, por quienes hicieron malos los antiguos o se aprovecharon de ellos. Como consuelo, se les ofrecen los bálsamos del perdón mutuo, porque todos somos pecadores, descendemos de pecadores y el mundo siempre ha sido un sitio injusto y cruel: la injusticia y la crueldad que ellos han padecido es una más entre muchas y se les recomienda no buscar apoyo en jueces sino en psiquiatras o curas. Y si todo ello no les gusta y siguen lamentándose, es que son vengativos y quieren poner las instituciones al servicio de sus rencores personales…
Pues ¿saben lo que les digo? Que busquen en Wikipedia la palabra que utilizó Cambronne en una batalla del pasado cuando a otros gruñones les exhortaban a rendirse: viene al pelo.
Por eso la ceremonia privatizadora del perdón de la víctima al criminal tiene tanto de dudosa. Primero, porque como muy bien ha señalado Consuelo Ordóñez, gran parte de las víctimas de primer grado están muertas y nadie puede absolver en su nombre: lo malo de asesinar al prójimo es que se elimina también a quien mañana podría aligerarnos la conciencia. En segundo lugar, porque en un Estado de derecho los individuos no pueden tomarse la venganza por su mano pero tampoco, correlativamente, exonerar a los delincuentes. O leyes o ajustes de cuentas (y cancelación de deudas) privadas, ambas cosas no pueden conciliarse en estas cuestiones. No basta el reconocimiento del daño causado, que es algo que suena a chiste: es evidente que la acción terrorista causa daño, precisamente por eso fue llevada a cabo y no por descuido…Tampoco el arrepentimiento del delincuente, que sin duda tiene efectos morales cuya sinceridad solo él conoce, puede producir efectos penales salvo que se exteriorice por la vía de hechos concretos: repudio de la organización terrorista, no para mañana, sino para cuando se actuó dentro de ella y colaboración con la justicia en el esclarecimiento de los casos pendientes (a lo que por cierto se ha negado Valentín Lasarte en su oportuno encuentro con Consuelo Ordóñez), etc…
En último y quizá primer término, el arrepentimiento efectivo es proclamar la aceptación de la pena que la ley impone por el delito cometido y reconocerlo como tal delito. Lo demás son embarullados subterfugios: las cárceles están llenas de convictos arrepentidos de haber intentado transgresiones que salieron mal y les llevaron entre rejas…
No hacen falta dómines torticeros que ahora nos convenzan de que todos los delincuentes tienen derecho a la reinserción social: la pena que deben cumplir es precisamente el primer requisito de ella. Cuando la han purgado, vuelven a la vida en libertad, arrepentidos o no: ¡que se lo pregunten a Pilar Elías, que ha tenido que convivir en su propio inmueble con el asesino de su marido, cuando éste salió de la cárcel, no precisamente contrito! Si aspiran a obtener beneficios penitenciarios individuales que alivien o incluso acorten su condena, deben someterse a los requisitos que impone la legalidad y no a exigir como un derecho sin trabas lo que es una medida de generosidad social. No es esto, naturalmente, lo que quiere ETA ni sus herederos políticos naturales. A ellos no les preocupan los reclusos como casos humanos, sino como representantes colectivos de la faz de ETA en la sociedad. Quieren verlos amnistiados y reivindicados sin condenar al terrorismo porque ello supone la aceptación social de las razones que les llevaron al crimen. A ETA y adláteres no les interesa la reinserción de los presos, sino la reinserción de la propia ETA a través de los presos en la sociedad vasca que aspira cada vez más a controlar. Y todos los que de buena o peor fe están colaborando con sus gesticulaciones a la privatización de la culpa acaban por dar credibilidad y respetabilidad pública a ese inicuo propósito.
Algunas asociaciones de víctimas, a título colectivo o individualmente, se han opuesto a que criminales que no han condenado a la banda terrorista ni han colaborado con la justicia gocen de cualquier tipo de beneficios carcelarios. Es obvio que las víctimas son ciudadanos como los demás, que pueden atinar o equivocarse en sus planteamientos como cualquiera y que no tienen autoridad para decidir cuál debe ser la política penitenciaria del país. Pero al menos hay un derecho que sí se han ganado a pulso: el de que no se les pueda acusar con infamia canallesca de “vengativas”. Precisamente lo que no han hecho las víctimas, a lo largo de las décadas feroces del terrorismo, ha sido vengarse de sus agresores o tomarse la justicia por su mano. Han confiado en las instituciones legales para que los criminales fuesen detenidos y castigados. Dejo a los filósofos del derecho el esclarecimiento de si los castigos penales son una forma de “venganza” social: lo obvio es que son el único modo de que la cadena de venganzas privadas no acabe destruyendo la sociedad.
Las víctimas del terrorismo (todas ellas: no solo quienes han sufrido el atentado o perdido en él a parientes, sino quienes han tenido que emigrar o han abandonado sus trabajos o se han visto relegados socialmente mientras otros más contemporizadores se beneficiaban de que corriese el escalafón) asisten ahora a que los ayer colaboradores y hoy herederos de ETA hayan sido políticamente legalizados sin más trámite que decir que ya no recurrirán de nuevo a la violencia. Si protestan, se convierten en enemigos de la paz y en contrarios a los buenos “nuevos tiempos” que van a ser regidos, qué casualidad, por quienes hicieron malos los antiguos o se aprovecharon de ellos. Como consuelo, se les ofrecen los bálsamos del perdón mutuo, porque todos somos pecadores, descendemos de pecadores y el mundo siempre ha sido un sitio injusto y cruel: la injusticia y la crueldad que ellos han padecido es una más entre muchas y se les recomienda no buscar apoyo en jueces sino en psiquiatras o curas. Y si todo ello no les gusta y siguen lamentándose, es que son vengativos y quieren poner las instituciones al servicio de sus rencores personales…
Pues ¿saben lo que les digo? Que busquen en Wikipedia la palabra que utilizó Cambronne en una batalla del pasado cuando a otros gruñones les exhortaban a rendirse: viene al pelo.
Fernando Savater es escritor
No hay comentarios:
Publicar un comentario