Los objetos de consumo sirven para satisfacer una necesidad, un deseo o las ganas del consumidor. Los hijos también. Los hijos son deseados por las alegrías del placer paternal que se espera que brinden, un tipo de alegría que ningún otro objeto de consumo, por ingenioso y sofisticado que sea, puede ofrecer.
Para desgracia de los grandes y pequeños, y obsesivos, consumidores de bienes y servicios, el mercado no es capáz de ofrecer sustitutos válidos, si bien ese desconsuelo se ve al menos compensado por la incesante expansión que el mundo del comercio gana con la producción y mantenimiento de los hijos en sí.
Cuando los compradores van al mercado, la satisfacción esperada tiende a ser medida en función del costo: se busca una relación "costo-beneficio". Los hijos son una de las compras más caras que un consumidor puede permitirse en el curso de toda su vida. En términos puramente monetarios, los hijos cuestan más que un lujoso automóvil último modelo, un crucero alrededor del mundo e, incluso, más que una mansión de la que uno pueda jactarse. Lo que es peor, el costo total probablemente aumente a lo largo de los años y su alcance no puede ser fijado de antemano ni estimado con el menor grado de certeza.
En un mundo moderno que ya no es capaz de ofrecer caminos profesionales confiables ni empleo fijos, con gente que salta de un proyecto a otro y se gana la vida a medida que va cambiando, firmar una hipoteca con cuotas de valor desconocido y a perpetuidad implica exponerse a un nivel de riesgo muy elevado y a una prolífica fuente de miedos y ansiedades. Uno tiende a pensarlo dos veces antes de firmar cualquier contrato de largo plazo.
Por otra parte, en nuestros tiempos, tener hijos es una decisión, y no un accidente, circunstancia que agrega ansiedad a la situación de hoy. Tener o no tener hijos es probablemente la decisión con más consecuencias y de mayor alcance que pueda existir, y por lo tanto es la decisión más estresante y generadora de tensiones a la que uno pueda enfrentarse en la vida.
Es más, no todos los costos son económicos, y aquellos que no lo son directamente no pueden ser evaluados o calculados en absoluto. Armar una familia es como tirarse de cabeza a las aguas profundas y desconocidas.
Tener hijos implica sopesar el bienestar de otro, más débil y dependiente, implica ir en contra de la propia comodidad. La autonomía de nuestras propias preferencias se ve comprometida una y otra vez, año tras año, diariamente. Tener hijos puede significar tener que reducir nuestras ambiciones profesionales, sacrificar nuestra carrera. Lo que es más doloroso aún , tener hijos implica aceptar esa dependencia de lealtades divididas por un período de tiempo indefinido.
Ese compromiso puede despertar una experiencia traumática. La depresión posparto y las crisis contínuas de los matrimonios después de los partos de los hijos parecen ser dolencias típicas de esta era de los amores líquidos, así como la anorexia, la bulimia e innumerables formas de alergias nuevas.
Las inmensas alegrías de la paternidad vienen en un solo y único paquete con todos los sinsabores del autosacrificio y el temor constante ante peligros desconocidos.
La vida real tiene de todo, dolor, alegría, tristeza y felicidad.
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