lunes, 24 de octubre de 2011

Un cisne entre gavilanes.

Un cisne entre gavilanes
Sergio Ramírez
Cuando en su Epístola a Juana Lugones Rubén Darío recuerda con sabrosa nostalgia que ha gustado bocados de cardenal y papa, vamos de cabeza a la famosa y ya manida frase bocatto di cardinale, que evoca lo más delicado y exquisito que alguien puede llevarse a la boca; pero también me hace recordar una pieza de repostería que se vendía por las calles de mi pueblo natal de Masatepe, que se llamaba bocado del papa; y existe así mismo en Nicaragua el Pío Quinto, marquesote de maíz bañado con atolillo de maicena. También hay en España otro dulce andaluz de chuparse los dedos, el Pío Nono, original de Granada, un bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema. No pocos historiadores del arte de los fogones suponen que semejantes delicadezas salieron de las cocinas de los conventos, donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del sacro colegio, y jamás ni nunca al papa, tan lejano en Roma.

Rubén nos ha dejado abundantes evidencias de que fue un verdadero sibarita, como los cardenales del Renacimiento que inspiraron la frase bocatto di cardinale antes apuntada, no sólo en el comer y en el beber, sino también en el vestir, un hombre de refinado gusto que no ahorraba ni en seda, ni en champaña ni en flores, como confiesa en la misma Epístola, donde dice, además:

Me complace en los cuellos blancos ver el diamante. / Gusto de gentes de maneras elegantes / y de finas palabras y de nobles ideas. / Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas / trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos, / mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos…

Éste es un sibarita retratado de cuerpo entero, que en el mismo poema se confiesa un nefelibata, término este último que designa a quien camina siempre entre las nubes, con los pies lejos de las asperezas del suelo terrenal, en busca de capearse de ser herido por las mezquinas intrigas que, como en el caso de Rubén, llegaban a buscarlo hasta el refugio de su piso de la rue Marivaux en París, donde vivía cuando escribió esta confesión autobiográfica que es la Epístola. A pesar de todas sus precauciones, cuando se trata de toda esa caterva de intrigas, rencores, envidias, se confiesa siempre indefenso. Un sibarita nefelibata, dos palabras que son parte de la pedrería del lenguaje modernista.

Los sibaritas, que nos heredaron el vocablo, se dice que fueron los habitantes de Sibaris, pueblo griego tan inclinado a regalarse con placeres, que había enseñado a bailar a sus caballos de guerra al son de la música, afición de la que tomaron ventaja sus enemigos para derrotarlos, pues durante una encarnizada batalla no hicieron más que allegar una orquesta y ponerla a tocar aires festivos, con lo que al oír aquel concierto de trompetas, chirimías, cornos y tambores, los caballos rompieron filas y encantados de la vida se pusieron a bailar, sin cuidarse de los jinetes, que fueron lanceados a gusto.

En esto ya se ve que los sibaritas de origen eran a la vez nefelibatas, por ingenuos, lo que prueba que ambos términos no son contradictorios para nada. Pero ya se sabe que quienes retienen por fuerza o por maña el cetro en la mano, y pugnan por quedarse hasta su vejez sentados en la silla del poder, tan mullida y tan cómoda, son los que saben hacer bailar no sólo al caballo, sino también al jinete, esta vez con el dulce y armonioso sonido de las monedas de oro; áureo sonido, como diría Rubén, pues no hay manera más eficaz para desconcertar una batalla política, sobre todo si es electoral, que la corrupción, tan en boga en nuestros tiempos.
Pero también Rubén era un gourmet. El gourmet goza comiendo, saborea a fondo cada bocado, usa el paladar como instrumento de placer, y no es de ninguna manera un goloso que devora de manera desbocada y busca rellenarse la tripa hasta decir no más. Estos son los gourmands, o sea, los glotones, culpables de gula, uno de los siete pecados capitales, y que se exponen, por tanto, a ser abrasados en las llamas del infierno como los personajes de aquella inolvidable película de Marco Ferreri, La grande bouffe (La gran comilona), donde los personajes, cuatro viejos amigos, se encierran a hartarse hasta morir reventados, el más singular de los suicidios. Por supuesto que Rubén nunca fue un glotón, porque eso contradice las estrictas reglas del sibaritismo, y un nefelibata, de paso ligero entre las nubes, tampoco se atiborra hasta caer morado.

En su delicioso libro Lectura y locura, el gran humorista y narrador inglés G. K. Chesterton cita una frase de Víctor Hugo: “se dice despectivamente que el poeta está en las nubes; pero el rayo también lo está”. Muy apropiada llamada de atención. El nefelibata que fue Rubén también soltaba desde las nubes rayos, a la manera olímpica del viejo padre Zeus, como en su muy mentada Oda a Roosevelt. Y en su prólogo a Cantos de vida y esperanza afirma que se ocupa de la política, porque la política es universal. Y humana. Y como al viejo Terencio, nada de lo que es humano le podía ser ajeno.

Sus escritos sobre política son muchos, y dan para un libro entero, pero el suyo fue un asunto de opinión, nunca de participación. Menos en su tierra natal, donde los gourmands de la política, glotones de marca mayor, han comido toda la vida a dos carrillos. A esos comelones sin medida, Rubén los comparaba con Falstaff, el insaciable personaje de Shakespeare, y con Sancho, el fiel pero tragón escudero de Don Quijote.

Cuando regresó en triunfo a Nicaragua en 1907, un club de artesanos de la ciudad de León tuvo la ocurrencia de lanzar un manifiesto proclamándolo candidato a la presidencia de la república. A los escritores se les suele juzgar aptos para ser presidentes en tierras de nuestra América, lo que no pocas veces resulta en graves equivocaciones. Mi maestro el doctor Mariano Fiallos Gil, recordando el mencionado episodio, escribiría años después: “¿Qué hubiera sido del pobre cisne entre tantos gavilanes?”

Ya podemos imaginarlo. Se lo habrían comido crudo y sin recato.

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