sábado, 25 de febrero de 2012

Erase una vez Amélie Nothomb.

Érase una vez Amélie Nothomb
Novelista de culto, su singular pluma atesora devotos por todo el mundo. Se rinden ante su humor negro, la sutileza de su ironía y la internacionalidad de sus temas.


Cuando se trata de entrevistar a Amélie Nothomb a raíz de la aparición de Una forma de vida, su última novela en castellano, traducida por Sergi Pàmies para la editorial Anagrama, uno va con precaución. Sobre todo, después de leer –entre risas–, en un cuestionario publicado en L’Express, que la escritora belga invitó a sus enemigos a enviarle «sus corazones palpitantes» como delicatessen a la editorial Albin Michel (su editor para el mundo francófono). Su humor negro es, queda ya claro, señal de una mente lúcida e irónica, siempre dispuesta al juego inteligente.

Nothomb ama hasta tal punto la conversación y el humor que no para de filosofar o de hacer bromas mientras se prueba un sombrero de Yohji Yamamoto o regala personajes al fotógrafo. Durante la sesión de fotos se le ve fascinada con los vestidos de Viktor & Rolf, la gabardina de Vivienne Westwood y los accesorios propuestos por nuestra estilista. «¡Estoy floreciendo!», dice al ejercer de tallo de una flor gigantesca.

Esta escritora-tallo no tiene espinas y florece cada año al final del estío. La conversación con ella puede ser tan rica como su vida –nacimiento y parte de la infancia en Kobe (Japón) en una familia diplomática, vida itinerante, desencuentros consigo misma, catarsis varias–, tan elegante como su estética –un cierto aire gótico amable, con querencia por el color negro y los sombreros– y tan divertida como sus libros, donde la vida es, a menudo, representada como una tragicomedia.

Su novela trata –pongamos– del vínculo que surge entre una escritora y un lector capaz de desbaratar la línea entre realidad y ficción con tal de aplacar su sed de atención, de afecto epistolar. La obra arranca con la recepción de una carta de Mel, un soldado estadounidense obeso destinado en Irak que simula albergar en su cuerpo una Sheherezade, un álter ego…

¿Cuál es su Sheherezade? ¿Hay un personaje interno que acompaña a la escritora?

Creo llevar dentro una Sheherezade; de hecho, porque escribo todos los días, sin excepción, de cuatro a ocho de la mañana. Incluso en los que estoy mal; como todo el mundo, tengo mis días desastrosos. Hay algunos en los que pienso que no voy a ser capaz de escribir; luego, me levanto, me bebo mi medio litro de té y funciona. Esa Sheherezade interior me fuerza a vivir a un ritmo insostenible, pero también me apoya. Sí, creo que estoy habitada por una serial writer que funciona cuando yo soy incapaz de hacerlo.

El tema de la fortaleza y la debilidad del ser humano están presentes en Una forma de vida, si bien envueltos en un contexto de simulación. Y esa doble faz se traslada al cuerpo, que se convierte en un arma de protesta, de sabotaje.

¿Por qué no conseguimos la plena aceptación de nuestro aspecto?

Mon Dieu! Creo que 2.500 años de catonismo han destruido la relación con nuestro cuerpo. Y no sé cuántos milenios nos harán falta para, quizá, un día, reconciliarnos con él. A veces conocemos a personas que sí se hallan a gusto con su cuerpo, pero ¡es un milagro! La inmensa mayoría de la gente es como usted o como yo, y deben convivir con ello. Así que hay solo dos soluciones: la guerra o la diplomacia. Unos días hago la guerra y otros la diplomacia. Ahhh, mire, en la vida no hay solo motivos para sufrir…

Se refiere a la copa de champán que nos sirve la asistente del estudio, respondiendo a la petición de la escritora. En esta ocasión, el júbilo que precede a la degustación –pienso en su libro Biografía del hambre– encaja con el perfil de una escritora que escribe con la misma delectación sobre las pequeñas miserias y los (solo en apariencia) pequeños placeres. La entrevista adquiere un ligero cariz espumoso. «Esto, por ejemplo, sirve para reconciliarse con el físico. Creo que la parte esencial de mis derechos de autor me la gasto en champán excelente», apunta.

¿Cuál es su preferido?

¡Uy! ¿Sabe usted que esa pregunta me ha granjeado la animadversión de muchas bodegas? En fin, me gustan todos los Grands Champagnes. Y dentro de ellos, por este orden, yo diría… un Dom Pérignon de 1977, el Laurent-Perrier Cuvée Grand Siècle y el Cristal Roederer. Tengo una concepción ascética del champán. Nada me da más placer que tomarlo en ayunas. En ese momento, la bebida se convierte en algo místico. Proporciona un placer físico inusitado y alimenta directamente el alma.


Abrigo largo con mangas desestructuradas de Maison Martin Margiela. Vestido negro con grandes bolsillos de MM6 Martin Margiela. Maxi sombrero de Yohji Yamamoto. Anillo de piedra verde, de Muïc.
Foto: Pablo Zamora

La relación epistolar que mantiene la escritora con su corresponsal en la novela traslada a la ficción el vínculo –enriquecedor pero, a veces, desasosegante– que mantiene en la vida real con sus lectores. ¿Puede ser un tipo de esclavitud?

Es una pregunta terrible la que me hace, porque es la misma que yo me formulo todos los días. Hace ahora 20 años que publico. Dos días después de salir mi primer libro, recibí una carta de un lector. Pensé: «¡Qué regalo, es formidable, sublime!». Contesté con éxtasis, con generosidad; incluyendo mi dirección y mi número de teléfono privados. No le oculto que todo eso ha dado lugar a un buen número de desastres. Tengo un problema muy gordo: no soy nada desconfiada.

[Ella misma se interroga y se responde] Entonces, ¿qué me aporta la relación con el lector? Cuando un lector se ha leído tu libro y quiere testimoniar su entusiasmo, su reconocimiento…, dan ganas de arrodillarse, de amar a la humanidad, de dar gracias a Dios… ¡Es muy bonito! Hoy tengo aún lectores con los que me carteo desde 1993. El problema es el efecto de bola de nieve.

La magnitud. Eso. Además, la gente lo sabe. Soy tan ingenua que cuando escribí Tuer le père [Matar al padre, novela publicada en Francia en verano de 2011] pensé que la gente comprendería que todo ello ocupa demasiado tiempo y sería más comedida. ¡Pues ocurrió exactamente lo contrario!

Y eso que en su novela precedente, Una forma de vida, ya sugería unas buenas prácticas para la correspondencia entre lector y escritor.

Lo que mucha gente retuvo del libro no fueron esos límites, sino la idea de que hay que escribir al autor. El otoño de 2010, que siguió a su publicación en Francia, fue una especie de versión del infierno. Para que el correo de los lectores no se enseñoree de mi oficina, tengo que responder a unas 28 cartas al día (recibo una cuarentena). Y son cartas de verdad.

Debería contratar a un comisario de correspondencia.

No encuentro la salida. Quizá debería tener una agencia de calificación que valore las cartas. Y sigo sin tener una secretaria o asistente para esa tarea. ¡Admíreme!

La admiro, por múltiples razones.

Soy tan patológica que me paso todos los días en la editorial Albin Michel manejando la correspondencia de los lectores. Otro problema en mi vida lo constituye la gente para la que la correspondencia debe conducir a un encuentro fuera del ámbito profesional. ¡No! La frontera es el papel. El mensaje es que no hay que atravesar esa línea divisoria. El fin de la correspondencia es la correspondencia en sí misma.

Usted escribe siempre en papel.

Sí, soy prehistórica. Vivo con un geek que tiene ordenador, y yo no sé encenderlo. No tengo relación con ese objeto. Nunca he recibido ni enviado un correo electrónico. Hay mucho impudor y mucha ausencia de estilo y de reflexión en esa forma de comunicación.

Y yo que me leí Biografía del hambre en formato de libro electrónico...

Una vez me enviaron un aparato lector. Cómo se llamaba... Grindle, o Kindle... pero nunca lo utilicé. No es para mí.

¿Cuál es su relación con Internet?

No existe.

Terra incognita, pues.


Es el extranjero. No lo quiero condenar, puede ser muy útil. Pero puede haber un problema cuando la gente desarrolla toda su vida social y sus relaciones en Internet. Hay en ese medio un olvido del cuerpo, una ausencia de encarnación. Y sin encarnación, el ser humano está perdido, solo y abominablemente infeliz.

Escribe muchas más obras de las que publica. ¿Nunca ha creído equivocarse al decidir qué libro ve la luz y cuál se guarda para usted?

No. Estoy escribiendo mi novela septuagésimo cuarta y he publicado 20. Yo me quedo encinta, no hay métodos anticonceptivos para el embarazo de la escritura. El error sería pensar que hay que compartirlo todo. Me encanta esta frase de Mallarmé, y ruego disculpe la pretenciosidad: «Los grandes escritores se reconocen por lo que no publican». Magnífico, ¿no? Que conste que he notado que los periodistas me hacen beber champán porque piensan que digo cosas que no diría de otro modo. Y es verdad.

Al final de la entrevista, ha ocurrido precisamente lo mismo que con la escritura: la conversación con Amélie Nothomb es tan fértil que lo que se publica es la esencia destilada de un encuentro en el que salen a colación Monty Python, su pasión por Ars Magna de Ramon Llull y El Quijote de Cervantes, el cementerio de Charonne en París, las fronteras, la locura... Y la sensación de que la vida solo adquiere sentido en la literatura.

Qué difícil es ser humano. ¡Sí! ¿Se ha dado cuenta usted de lo complicada que es la vida? Lo raro es que no estemos todos locos.

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