Garzón: sentencia para no olvidar
Marcos Roitman Rosenmann
La decisión de inhabilitar al juez Baltasar Garzón habla de un poder judicial corrupto, sin estructuras democráticas y taras provenientes de la dictadura franquista. La más notoria se asienta en los tópicos que acompañan la vida del magistrado. En otras palabras, la decisión del Tribunal Supremo encuentra bases en un argumento extrajudicial: Garzón tocó demasiadas fibras sensibles, tenía muchos enemigos. Era un megalómano. Se creía por encima de la ley. Necesitaba un correctivo. ¡Qué se cree investigando los crímenes del franquismo! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Con estos argumentos se tapa una resolución judicial poco ajustada a derecho y se construye una cortina de humo que impide ver con claridad el verdadero fondo de la cuestión. ¿Es corrupta la administración de justicia en España? ¿Tiene el Poder Judicial autonomía respecto al poder político? Y por último, ¿realmente prevaricó el juez?
Quienes se apuntan a una visión idílica de la justicia española, libre de toda sospecha, subrayan que la condición de juez no otorga una patente de corso, concluyendo que Garzón se excedió en sus funciones. Conclusión, nada que objetar a la acusación ni en la sentencia, que tilda al juez de utilizar “prácticas de sistemas políticos ya superados y propios de regímenes totalitarios... prescindiendo de las garantías mínimas para los ciudadanos”. Sus redactores tratan al juez de “arbitrario y totalitario”.
Adoptada por unanimidad de sus siete miembros, la sentencia fue la crónica de un relato anunciado. Pocos quisieron ver que dos de sus miembros, Manuel Marchena y Luciano Varela, eran asimismo jueces en las otras dos causas abiertas contra el ahora ex magistrado, razón suficiente para apartarlos del mismo. Pero al contrario, se les mantuvo. No por casualidad, la vocal del Consejo General del Poder Judicial, Margarita Robles, a la sazón ex secretaria de Estado en el gobierno socialista de Felipe González y miembro de jueces para la democracia, declara convencida, que “la sentencia es impecable y todos los imputados son iguales anta la ley”.
Para quienes son ajenos al proceso, recordamos que se acusa a Garzón de prevaricación al ordenar pinchar los teléfonos a los imputados de corrupción, tráfico de influencias y lavado de dinero, encarcelados por el caso Gürtel. Al hacerlo se situó en el lado oscuro de la ley. Así, no se puede hablar de animadversión o trama conspirativa. Quienes lo hacen no entienden y actúan visceralmente, desconociendo el derecho procesal y el entramado judicial. Sólo se pueden pinchar los teléfonos en caso de terrorismo y no era el caso.
En esta perspectiva están los medios de comunicación. Todos coinciden, salvo el diario Público, desde la derecha monárquica, conservadora, católica, liberal o laica y los progresistas del grupo Prisa. Así, los apoyos que recibe el juez son considerados una pataleta de niños mal criados defensores de los derechos humanos, las ONG y juristas poco cualificados. La justicia española actuó de manera justa, no teniendo en cuenta quien era el imputado. Los jueces eran neutrales, imparciales e impolutos. No había motivos para dudar de su buen hacer.
Garzón debía sentirse seguro y protegido. Sólo debía contrarrestar las acusaciones de prevaricación ante un tribunal atento a escuchar sus argumentos. La defensa usó dos líneas para desmontar la farsa. La primera fue justificar jurídicamente la orden de escuchas, al tener indicios sobrados de que los acusados del caso Gürtel, aún entre rejas, seguían delinquiendo, lo cual era motivo suficiente para intervenir las llamadas telefónicas. Las trascripciones realizadas, si la defensa del juez era consistente, debieron darle la razón. No era una febril necesidad de voyerismo oral lo que lo llevó a tomar tan delicada decisión. Era consciente del terreno que pisaba y por ello se cuidó las espaldas. Las escuchas confirmaron las intuiciones de Garzón. Los encarcelados seguían dando órdenes a sus abogados para eliminar pruebas y de paso lavar dinero.
Pero a los oídos del tribunal, esa no era la cuestión de fondo, por tanto no entraron a valorar el contenido de las escuchas. Sólo fijaron la atención en un aspecto, el derecho procesal. Aunque por la gravedad del delito del que se acusa al imputado y teniendo en cuenta que se jugaba su carrera, los jueces debieron entrar en el fondo, no lo hicieron. El juez quedó desamparado. De nada sirvieron las declaraciones aportadas por los inspectores del cuerpo superior de policía encargados de supervisar las escuchas. Llamados como testigos confirmaron las declaraciones del juez y apostillaron: “el juez tenía una escrupulosa y hasta ‘obsesiva’ preocupación por no vulnerar ningún derecho a la defensa. Atendió exclusivamente a las acciones punibles de quienes, para seguir delinquiendo y hacer desaparecer documentos inculpatorios, se valían de sus abogados para tales objetivos. No se pincharon los teléfonos de los abogados, sino de los imputados”.
La sentencia deja al descubierto el grado de putrefacción de la justicia española. Al igual que otras instituciones provenientes del franquismo, no han sido depuradas tras la muerte biológica del dictador. Así, muchos jóvenes cachorros que iniciaban sus carreras en la judicatura allá por los años 70, juraron lealtad a las leyes fundamentales del movimiento y al caudillo Francisco Franco. Lo mismo hizo el príncipe Juan Carlos, hoy rey, quien juró lealtad y fidelidad a su mentor y a su orden político. Circunstancia que lo inhabilitó a mor de cometer perjurio, jurar la Constitución de 1978.
La condena a 11 años de inhabilitación al juez Baltasar Garzón, ratificada por el Consejo general del Poder Judicial, supone, de hecho, el fin de su carrera y es sólo entendible si se considera la variable de un Poder Judicial corrupto y lleno de claroscuros, donde no ha tenido lugar una reforma democrática. Hoy la justicia española está entre las cuerdas, sus jueces se alían a los poderes fácticos. El caso Garzón es un ejemplo, que por su significación mediática trasciende las fronteras de España. Pero su significado debe ser leído en clave interna. Ningún magistrado, con o sin luz mediática, podrá investigar casos de corrupción del poder político, banqueros, ligados a la familia real o crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura franquista. Saltarse esta norma supondrá traspasar las fronteras de lo permisible y verse afectado por un expediente sancionador, llegando hasta la inhabilitación. Y por si no estaba claro, al juez José Castro, quien investiga el caso Nóos, la corrupción del yerno del rey, Iñaki Urdangarin, se le abrió uno por supuestas “filtraciones” a la prensa del sumario. Hoy, por suerte, se archivó, pero fue un llamado de atención. El objetivo el mismo, asustar a los magistrados y lograr el sobreseimiento de las causas de corrupción, malversación de fondos, cohecho, tráfico de influencias y cuantos delitos afecten a las grandes fortunas, empresarios y políticos del país. Sin entrar en disquisiciones sobre las simpatías o antipatías que nos puedan merecer todas y cada una de las actuaciones de Garzón, muchas de ellas, sin duda execrables, la sentencia inhabilitadora muestra total falta de apego a la justicia reparadora. Otra cosa bien diferente es justificar la decisión políticamente. Pero al hacerlo, ya no hablamos de administración de justicia, sino de una subordinación del Poder Judicial al orden político.
No hay comentarios:
Publicar un comentario