Por Bolivar Hernández.
Cuento corto. Hubo una época de mi vida adulta en la que me convertí en cliente frecuente de hospitales y clínicas públicas. Dos años me mantuve en las salas de espera y en las salas de internamiento. El olor a hospital público es algo único, es el olor de la pobreza. Me acostumbré a muchas cosas desagradables de tanto estar entre tantos infelices y tanto tiempo.
Una medicina tóxica que tenía que... inyectarme cada cierto tiempo, me provocó una anemia aguda y la necesidad de realizarme transfusiones; con la salvedad que la sangre no se vende en los Bancos de Sangre, sino que la proporcionan con la obligación de devolverla con una cantidad mayor a la otorgada inicialmente.
Me dio mucha nausea aceptar que me introdujeran sangre de otro ser humano, pero lo acepté como algo que salvaría mi vida en ese momento. Dos litros de sangre fueron absorbidos por mi débil organismo, a un ritmo muy lento y desesperante.
Me sentí bien casi de inmediato con la sangre aportada por algún cristiano desconocido. Ahora venía lo difícil para mi: conseguir 4 donadores de sangre, que fueran sanos al cien por ciento, sin tatuajes, ni antecedentes de diabetes. Vivía en una ciudad en absoluta soledad y sin familia, sí con algunos amigos y compañeros de trabajo. Lancé la convocatoria a los posibles donadores voluntarios. La respuesta fue menos cero, nadie quiso o pudo por mil razones que no vienen al caso enumerar acá.
Mis amigos periodistas de la capital lograron que publicaran un aviso gratis con ese fin. Mucha gente se enteró en toda la república que yo necesitaba sangre tipo AB positivio, pero no acudió nadie al llamado. Mi desesperación crecía día a día, porque soy un neurótico que no quiere deber nada a nadie y menos a un banco aunque sea de sangre.
Un día casualmente paseaba yo por la Plaza de Armas del lugar, y que me encuentro con una ex alumna mia, quien me admiraba y reconocía mis enseñanzas después de muchos años. Salió en la plática el tema de los donadores de sangre que no podía conseguir. Se molestó mucho por la falta de solidaridad y humanidad de los buenos cristianos de esa región.
De inmediato ordenó a sus cuatro guardaespaldas que la custodiaban, porque era una mujer poderosa en los negocios y altamente exitosa desde siempre, estudió psicología por no dejar, que me acompañaran al hospital público, al banco de sangre para ser precisos.
Estos policías privados, fornidos, atléticos, bien comidos, no sabían que tenían que donarme 4 litros de sangre del tipo que fuera. Ellos recibieron las instrucciones de mi exalumna y acataron la orden: donen sangre al maestro.
No sé si es por eso, por haber recibido sangre de guardaespaldas que en una temporada me convertí en alguien agresivo y mal hablado. ¿Quién sabe? Pero me salvaron la vida y la de alguien más, seguro que sí.
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