Nadie es gratis
Por Juan Josaé Lara.
Marcela y Juan Cisneros eran una pareja de mestizos que vivía en La Antigua Guatemala.
Trabajaban como sirvientes en una granja ubicada en los suburbios, con un alemán cuyos antepasados emigraron de su país durante la primera guerra mundial. Constituían un matrimonio joven que no tenía hijos.
Ella era sensual, dulce y muy cortejada; quizá por eso el marido siempre se inclinaba a ser amable y de buen humor. El tenía siete perros para cuidar su casa y, por supuesto especialmente, a su consorte. Los llamaba como a los siete enanitos: Sabio, Gruñón, Mudito, Dormilón, Tímido, Tontín, Bonachón; todos haciendo honor a estos nombres tomados para designarlos. Cada día de la semana premiaban a un perro obsequiándole algún banquete inusual.
Cuando Marcela salía a los mandados generosamente ataviada, con los perros presentes en el ambiente parecía sacada de un “Renoir”. Sabio siempre lideraba la manada, agitado por un rumor de abejas esparcido por la cálida brisa matinal; correteando para husmear en derredor.
La rutina de los esposos fue interrumpida un día, cuando un letrado llegó a notificarles el deceso de Dieter, el patrono alemán. La formalidad se debió a la voluntad expresa de su testamento por dejarles su casa.
Juan y Marcela sintiéndose tocados por la fortuna, se mudaron a vivir a su nueva, majestuosa y estimada morada.
Sin embargo el desconcierto surgió, con el hecho de encontrar allí a un sirviente sombrío que el testamento les prohibía arrojar a la calle. El misterioso inquilino era otro alemán rubicundo, alto y delgado. Los atormentaba con su agrio carácter.
Marcela enfermó soñando en sus pesadillas en las noches, que el personaje se deslizaba entre las sábanas tibias, para poseerla. Al principio chapoteaba resistiéndose al remolino de la pasión, pero poco a poco desfallecía hundiéndose en el fondo ineluctable. Experimentaba un cosquilleo como producido por nervaduras de pétalos y, opresiva, una tormenta de arena se cernía en sus entrañas.
Amanecía pálida y ojerosa agobiada por un cansancio febril lleno de flaquezas, resacas y remordimientos, temerosa de que ocurriera su delación.
El curso de los acontecimientos no cambió durante algún tiempo, hasta cuando por una correspondencia llegada accidentalmente a sus manos, se enteraron que el alemán no era ni más ni menos que el patrón supuestamente fallecido. Después de un viaje ultramarino había retornado transfigurado por la enfermedad.
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