El novelista ingenuo y el sentimental
Orhan Pamuk

L
as novelas son
segundas vidas. Como los sueños de los que habla el poeta francés Gérard
de Nerval, las novelas ponen al descubierto los colores y las
complejidades de nuestras vidas y están llenas de gente, rostros y
objetos que creemos reconocer. Cuando nos sumergimos en una novela, y al
igual que sucede en los sueños, a veces es tan honda la impresión que
nos causa la extraordinaria naturaleza de las cosas que leemos, que
olvidamos dónde estamos y es como si estuviésemos rodeados de la gente y
los acontecimientos imaginarios que estamos presenciando. En esas
ocasiones, tenemos la sensación de que el mundo ficticio que descubrimos
es más real que el propio mundo real. El hecho de que esas segundas
vidas puedan parecernos más reales que la realidad significa a menudo
que sustituimos las novelas por la realidad, o al menos que las
confundimos con la vida real. Sin embargo, nunca nos quejamos de esta
ilusión, de esta ingenuidad. Al contrario, al igual que en algunos
sueños, queremos que la novela que estamos leyendo continúe y esperamos
que esta segunda vida siga evocando en nosotros un sentido constante de
realidad y autenticidad. A pesar de lo que sabemos sobre la ficción, nos
enfadamos y nos molesta que una novela no sea capaz de mantener la
ilusión de que refleja una vida real.
Al soñar asumimos que los sueños son reales; así son los sueños por
definición. De modo que al leer novelas asumimos que son reales, pero en
algún rincón de nuestra mente también sabemos que nuestra asunción es
falsa. Esta paradoja se deriva de la naturaleza de la novela. Empecemos
recalcando que el arte de la novela reside en nuestra capacidad para
creer simultáneamente en estados contradictorios.Leo novelas desde hace cuarenta años. Sé que podemos adoptar muchas posturas con respecto a la novela, que podemos confiarle nuestra alma y nuestra mente de diversas maneras, que podemos tomárnosla en serio o a la ligera. Y de ese mismo modo, gracias a la experiencia he aprendido que hay diversas formas de leer una novela. Algunas veces leemos de un modo lógico, en ocasiones con los ojos, otras con la imaginación, otras con una pequeña parte de la mente, otras del modo en que queremos, otras del modo en que quiere el libro, y en otras con todas las fibras de nuestro ser. Hubo un tiempo en mi juventud en el que me entregué por completo a las novelas, en que las leía con gran atención, incluso con gran entusiasmo. Durante esa época, desde los dieciocho años hasta los treinta (de 1970 a 1982), quería describir lo que pasaba en mi cabeza y en mi alma del modo en que un pintor representa con precisión y claridad un paisaje animado, complejo y vívido, lleno de montañas, llanuras, rocas, bosques y ríos.
¿Qué sucede en nuestra mente, en nuestra alma, cuando leemos una novela? ¿Cómo es posible que esas sensaciones interiores difieran tanto de lo que sentimos cuando vemos una película, miramos un cuadro o escuchamos un poema, aunque sea una epopeya? Una novela puede, de vez en cuando, proporcionar los mismos placeres que una biografía, una película, un poema, un cuadro o un cuento de hadas. Sin embargo, el único y verdadero efecto de este arte es, en esencia, distinto del efecto de otros géneros literarios, del cine y de la pintura. Y quizá pueda empezar a mostrarles esta diferencia hablándoles de cosas que hacía antes y de las complejas imágenes que suscitaron en mí cuando en mi juventud leía novelas de forma apasionada.
Al igual que el visitante del museo que desea ante todo que el cuadro que está mirando deleite su sentido de la vista, yo prefería la acción, el conflicto y la riqueza del paisaje. Disfrutaba de la sensación de observar en secreto la vida privada de un individuo y de explorar los recovecos más oscuros del paisaje general. Sin embargo, no quiero transmitirles la impresión de que la imagen que albergaba en mi interior era siempre turbulenta. Cuando leía novelas en mi juventud, en ocasiones dentro de mí aparecía un paisaje tranquilo, profundo y amplio. Y en ocasiones las luces se apagaban, se acentuaban el blanco y el negro y luego se separaban, y las sombras se agitaban. En ocasiones me maravillaba la sensación de que todo el mundo estaba hecho de una luz muy diferente. Y en ocasiones se imponía la penumbra que lo engullía todo, el universo entero se convertía en una única emoción y un único estilo, y yo entendía que disfrutaba de esto y percibía que estaba leyendo el libro para sumirme en esa concreta. Mientras me veía arrastrado lentamente al mundo de la novela, me daba cuenta de que las sombras de los actos que había realizado antes de abrir las páginas de la novela, al tomar asiento en la casa de mi familia de Besiktas, en Estámbul –el vaso de agua que había bebido, la conversación que había mantenido con mi madre, los pensamientos que me habían pasado por la cabeza, los pequeños rencores que había albergado–, se desvanecían poco a poco.
Al cabo de un tiempo, el esfuerzo intenso y extenuante daba sus frutos y el amplio paisaje que yo quería ver se abría ante mí, como un inmenso continente que surgía refulgiendo con toda su intensidad después de que se hubiera levantado la niebla. Entonces podía ver lo que se narraba en la novela, como alguien que miraba tranquila y plácidamente por una ventana para recrearse en las vistas. La descripción que hace Tolstoi de cómo Pierre observa la batalla de Borodino desde lo alto de una colina, en Guerra y paz, se ha convertido para mí en el paradigma de cómo se debe leer una novela. Muchos de los detalles que percibimos que la novela teje con delicadeza y prepara para nosotros, y que creemos que debemos tener presentes en la memoria mientras leemos, aparecen en esta escena como si se tratara de un cuadro. El lector tiene la impresión de que no se encuentra entre las palabras de una novela, sino ante una pintura paisajística. Aquí, la atención del escritor para el detalle visual, y la capacidad del lector para transformar las palabras en una gran pintura paisajística a través de la visualización, son decisivas. También leemos novelas que no tienen lugar en amplios paisajes, en campos de batalla o en la naturaleza, sino que están ambientadas en estancias, en sofocantes atmósferas interiores: La metamorfosis de Kafka es un buen ejemplo de ellos. Leemos esas historias como si estuviéramos observando un paisaje y, al transformarlo en un cuadro en nuestra mente, nos acostumbrásemos a la atmósfera de la escena, dejándonos influir por ella y, de hecho, buscándola de forma constante.
El Premio Nobel de Literatura 2006, Orhan Pamuk, recurre a la famosa distinción que estableció Friedrich Schiller entre poetas
ingenuos(los que escriben con espontaneidad, serenidad y naturalidad) y poetas
sentimentales(reflexivos, emotivos, inquisidores y sensibles al artificio de la palabra escrita) para titular su nuevo libro: El novelista ingenuo y el sentimental, donde diserta –lectura fascinante– a propósito de lo que sucede en nuestro interior cuando leemos una novela. Con autorización del sello editorial Literatura Mondadori, ofrecemos a nuestros lectores las primeras páginas de esta novedad bibliográfica
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