Emergencias
Margo Glantz
Bueno, veamos, esta
semana tenía que ir al dentista, pero me fue imposible: una persona de
mi familia se enfermó súbitamente durante un viaje. Empezó a enrojecer,
así nomás, simplemente a enrojecer, todos tenemos derecho a enrojecer de
repente sin que eso signifique gran cosa, pero si ese enrojecimiento
empieza a acompañarse de un malestar general, de un dolor de cabeza, de
una súbita hinchazón y de fiebre muy alta, es hora de empezar a
preocuparse, y si ese enrojecimiento y el soponcio consiguiente se
producen en medio de un acto oficial donde se condecora a un amigo común
en la capital de otro estado del país, la situación, hay que
confesarlo, se vuelve por demás embarazosa.
En una sala contigua al gran salón donde se celebra la ceremonia,
separada de la principal por una gran vidriera, una mujer parece
desempeñar las funciones de médico de guardia, por lo que el enfermo se
dirige hacia ella, le explica los síntomas del malestar y, sin vacilar
un instante, la mujer le entrega una pastilla alargada, color verde
claro, y le advierte que puede provocarle una ligera baja de presión. Al
terminar la ceremonia, una magnífica cena espera a los convidados y la
pastilla administrada no produce ningún efecto bienhechor. Es más, los
síntomas se exacerban al día siguiente y el paciente es trasladado a un
centro de emergencia donde se le diagnostica una inflamación de anginas y
se le recetan antibióticos como remedio.De regreso a México, como la fiebre no ha cedido y mucho menos la hinchazón, el enfermo llama a su seguro que de inmediato le envía un médico y una ambulancia, y tras un examen, el galeno explica que el diagnóstico anterior es erróneo, que el enfermo tiene en realidad rubiola, enfermedad que hubiera debido padecer de niño pero que ha hecho una irrupción inoportuna en esta etapa de su vida, en plena adultez, por eso el médico decreta la suspensión absoluta de medicamentos. La enfermedad no cede, hay que llamar a otro médico que diagnostica escarlatina y vuelve a recetar más antibióticos.
Por fin, ahora sí, la rojez disminuye, el ardor cede, el cuerpo se deshincha, los labios retoman su tamaño normal, los ojos se tranquilizan, el sueño y el apetito se recobran y el paciente vuelve a ser el amigo que todos conocíamos: la odisea, esperemos, ha terminado. Descanso, ya puedo volver a pedir cita con mi dentista de cabecera; me da la impresión de que tengo un absceso en el canino superior izquierdo. Debo verificarlo.
En el consultorio del dentista hojeo El País, hace más de 18 años se le diagnosticó a una paciente española cáncer de riñón. Y aunque casi desde el principio se comprueba que ha sido un mal diagnóstico, se le siguen aplicando tratamientos anticancerosos. Recién ahora la mujer se entera y demanda al hospital por 40 mil euros, ¿será suficiente, compensará?, pregunto.
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