jueves, 31 de enero de 2013

Inglaterra y Europa.

Cameron y la Unión Europea
Jorge Eduardo Navarrete
Para el primer ministro británico –con su país al borde de una tercera caída en recesión desde 2008, que ocurrirá si a la contracción del cuarto trimestre de 2012 se suma la del primero del actual–, el discurso sobre Europa era definitorio en más de un sentido. Él mismo lo veía como el pronunciamiento del que dependerá su lugar en la historia, al menos en la historia inmediata, cuando sigan apreciándose acontecimientos que, en una perspectiva secular, quizá no alcancen ese rango. Quizá por eso titubeó tanto en cuanto a la oportunidad para proferirlo. Lo hizo, a fin de cuentas y tras al menos una diferición, el miércoles 23 de enero.
Significados. Para el resto de la Unión Europea, que no lo recibió con júbilo, podría haber sido peor y más inoportuno, de no haber esperado a que más o menos se diera por establecido el momento positivo en que parece encontrarse la crisis del euro. La relativa tranquilidad derivada de la promesa del Banco Central Europeo de adquirir bonos soberanos, sin limitaciones a priori, y el retorno de España y Portugal a los mercados financieros, configuran ese momento, que debía ser aprovechado, ante el riesgo de que se disipe. Para el socio especial del otro lado del Atlántico, que se había permitido dejar saber, mediante declaraciones y enviados especiales, cuán inoportuna consideraría una asunción demasiado súbita y drástica de las posiciones del euroescepticismo radical, puede haber resultado, a fin de cuentas, algo manejable, que no llega a envenenar la atmósfera de las eventuales negociaciones de liberalización comercial entre Estados Unidos y la Unión Europea. Para la propia opinión política británica, verdadera destinataria del discurso, la oportunidad estuvo dictada por una combinación de factores: la necesidad de no esperar más para reducir la brecha a favor del laborismo, tan persistente y amplia en las encuestas de intención de voto; la urgencia de salir al paso a los rumores de indecisión y falta de rumbo, que alimentaban la idea de una posible sustitución anticipada del líder conservador; la conveniencia de enviar una señal clara e inequívoca al ala euroescéptica de los conservadores, fortalecida por los avatares de la crisis y, sobre todo, evitar una fuga masiva de sus integrantes al Ukip (el partido IndependenciaRU), que tremola la demagógica pero atractiva bandera de poner salvo a la nación del monstruo burocrático y federalista de Bruselas. Para los socios de coalición, los liberal-demócratas, un recordatorio de quién adopta las decisiones y quién es el socio menor. Cameron über alles.
Contenido. El núcleo del discurso de Cameron –que se extendió por casi 40 minutos y rebasó las 5 mil 500 palabras– puede resumirse en la floritura retórica de su penúltima cláusula: Porque hay algo en lo que creo muy profundamente: que el interés nacional británico puede ser mejor servido en una Unión Europea flexible, adaptable y abierta y que esa Unión Europea es mejor con la presencia británica. En otras palabras: la UE debe ser como el Reino Unido quiere y esa UE es mejor si el Reino Unido forma parte de ella. El Reino Unido es, entonces, el país indispensable para la Europa adecuada.
Para alcanzar este objetivo, Cameron planteó una estrategia que abarca los próximos cuatro o cinco años. Es una estrategia clonada de la que usó, a mediados de los años 70 del siglo pasado, un gobierno laborista. Como recordó John F. Burns en The New York Times (23/1/13), Harold Wilson, el líder laborista, renegoció la posición británica en Europa y después obtuvo un respaldo decisivo del resultado alcanzado en un referéndum celebrado en 1975, el único hasta ahora.
Cameron se propone negociar una unión más escueta, menos burocrática; una unión más flexible, que acoja a los que desean profundizarla y también a los que, como el Reino Unido, nunca perseguirán tal objetivo; una unión que devuelva poderes a sus miembros, más que continuar retirándolos de ellos; una unión más transparente, que rinda mejores cuentas a los parlamentos nacionales de sus miembros, y una unión más equitativa, tanto para los que son parte de la eurozona como para los que nunca adoptarán la moneda única, como el Reino Unido. La incorporación de estos cinco elementos exigirá negociar un nuevo tratado y Cameron anunció que en la próxima elección general, en 2015, pedirá al electorado británico el mandato para que un nuevo gobierno conservador lleve adelante esa negociación. Y cuando hayamos negociado ese nuevo arreglo, realizaremos un referéndum para que el pueblo británico opte por permanecer o salir de la unión. En otras palabras, condicionado a ser relegido con mayoría suficiente, Cameron promete la realización del referéndum.
Reacciones. No se hicieron esperar. Los liberal-demócratas, socios menores de la coalición en el poder, fueron muy críticos. Condenaron la estrategia anunciada al considerar que la misma condenaba al país y al continente a una incertidumbre extendida por varios años, convirtiéndose en un elemento de freno de las decisiones urgentes que deben adoptarse. El electorado conservador, en especial los euroescépticos de diversos matices, quedó deleitado y se informó de un repunte casi inmediato de los conservadores en las encuestas. En la Unión Europea misma las reacciones fueron diversas, con el común denominador de la mesura. Parecen entenderse los imperativos políticos internos que determinan en buena medida la actitud de Cameron. Merkel, que se ha convertido en una suerte de vocera mayor de la eurozona, fue en extremo conciliadora. Expresó la necesidad de hallar un terreno común con el gobierno británico y no se opuso a que se abriera una negociación en la que, sin embargo, también debería atenderse a los puntos de vista y proposiciones diferentes a las adelantadas, todavía en términos vagos, por el primer ministro británico.
Es difícil abandonar la impresión de que Cameron planteó una apuesta complicada y riesgosa. La celebración misma de un referéndum se considera inevitable, pero el planteamiento de optar entre permanecer en la unión o abandonarla es considerado por muchos como una invitación a saltar al abismo. No es claro hasta dónde está Europa dispuesta a reconocer la excepcionalidad británica y qué costo está dispuesta a pagar por ella. Queda la impresión de que el Reino Unido necesitará mucho más de Europa en los años y decenios por venir, que ésta de quizá el menos cooperativo y más exigente de sus miembros.

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