Libreros de cabecera
¿Quién dijo libro electrónico? Los escritores no renuncian a bucear por las estanterías de sus librerías de barrio. Exploramos la relación entre los autores y los libreros de Madrid, que acaban de dar su premio a Manuel Longares
El librero no se rinde. Es un termómetro del gusto. Hemos querido ver cómo se relacionan el librero y el escritor, les hemos pedido a algunos escritores que elijan a sus libreros, y con ellos hemos paseado por sus librerías de Madrid.
Álvaro Pombo va todos los sábados a la librería Rafael Alberti, en Argüelles. Lola Larumbe, la librera, lo leyó antes de conocerlo. "Leí su novela El metro de plomo iridiado en un momento en que, como la protagonista del libro, pasaba por una etapa crucial de la vida". Y Álvaro entró en la librería como es él, "ruidoso, a la vez que muy simpático". "Un día", recuerda la librera, "alguien preguntó por un libro de Heidegger. Álvaro le dio en 15 minutos una lección magistral. Sin pedantería, con convecimiento".
Es el autor-vecino. "A mí me tranquiliza", dice Lola, "saber que está ahí, en su ático, con su bandera pirata, con sus plantas, escribiendo su novela. Fíjate: me gusta el barrio porque Álvaro está cerca. No solo es un magnífico escritor: es una excelente persona".
Para Álvaro, "una librería es una energía en la barriada mesocrática. No hay nada que tenga esa energía en un barrio". Es una cripta, "y no ha de ser demasiado fina", dice Pombo; "tampoco ha de ser elitista", añade Lola. "Es un lugar de curioseo, Lola, un sitio de picoteo: aquí uno ha de venir a comer con los ojos". El librero no ha de atosigarte, cree la librera, "ha de estar entre lo personalizado y lo impersonalizado", cree el autor.
De la librería Rafael Alberti fuimos a la librería Pérgamo, en el barrio de Salamanca. Allí nos llevó Manuel Longares, quien, por cierto, ganó esta semana el Premio de los Libreros de Madrid, por su libro de cuentos Las cuatro esquinas (Galaxia-Círculo). Estudió Derecho con la librera, Lourdes Serrano, en los años sesenta. De chico, Longares compraba en Rubiños, enfrente de su casa. Y la librera buscaba entonces Camus, Sartre, "mis padres eran lectores compulsivos, pero esos autores no estaban en casa". De entonces a Longares le cautivó Diario de un cazador, y ahora le daría rabia que la gente no leyera ese libro con el que "Delibes me abrió el mundo". Lourdes creció leyendo a Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, "y descubrí también La peste y el libro sobre el cristianismo de Charles Moeller, y todo eso me llevó a entender mejor la posición del otro". Que es, por otra parte, un buen instrumento para ser librero.
Dicen Longares y Serrano que cada vez se habla menos de los libros en las conversaciones. "Están haciendo que el libro desaparezca de la vida". No es, dicen, por las nuevas tecnologías, es cuestión "de la falta de sustancia", dice Longares, "que está diluyendo esa energía de la barriada de la que habla Pombo".
La librería es un lugar confortable, donde nadie te interrumpe si miras. "Se ha dicho", anota Lourdes, "que la gente se siente incómoda en las librerías. Eso es porque tiene una deuda en su formación". Pero entra todo el mundo, todo el mundo pregunta y, de hecho, mientras hablamos, una señora nos escucha. "Quiero saber qué debo comprar". ¿Ha leído usted El cuarteto de Alejandría? "Así empieza la gente a leer, porque un día le hicieron una pregunta así en una librería". El librero orienta, sigue Longares, "consolida un gusto, no lo impone". "A leer empiezas por casualidad, y luego todo depende del tesón", le cuenta su amiga. ¿Y el futuro? "Serán mejores libros", dice Lourdes, "obras de arte; si se va por ese camino, el libro se salvará".
Marcial Pons es la librería que ha elegido Rosa Montero, en la plaza del Conde del Valle de Suchil. Allí están, recibiéndola, Luis Domínguez y Carlos Pascual. "La librería es el que está dentro, el que prescribe", dice Rosa. "Y el buen librero es también el que anticipa la petición del cliente", explica Pascual. Y aquí, donde hay historia, clásicos, novedades y el orden exigente de una librería, ella se ha nutrido -"hasta la extenuación"- de la bibliografía que ha precisado cada vez que ha tenido que escribir libros que la precisaran. "Siempre salía con mucho más de lo que había venido a buscar". "Pero es que ese es el oficio del librero, sumar a la curiosidad del cliente", dice Domínguez. "El librero ha de ser capaz de crear nuevos lectores de base", dice Rosa, "y si lo hace nunca habrá crisis de libreros".
No, no tienen miedo a las nuevas tecnologías, y la escritora tampoco. Van a coexistir los libros de papel y los electrónicos, "pero hay que prepararse para los nuevos tiempos: no puedes ir contra la ola y ahogarte", explica la novelista.
José Manuel Blecua, filólogo, director de la Academia de la Lengua, nos lleva directamente al sótano de la Casa del Libro, en la Gran Vía. No necesita orientación; la orientación es la estantería, "ahí tienes la escalerita, te subes, miras, y siempre la estantería te da alguna sorpresa". Viene todas las semanas, o casi, y ahora, que ha venido para complacernos, también ve novedades filológicas que no vio en la última visita. El viernes se llevó "un libro sobre el léxico que aparece en las gramáticas del español para extranjeros en el Siglo de Oro. de Diana Esteba". Y si empezara a mirar, dice el profesor, "me lo llevaría todo". Tiene en Barcelona una librería de uso frecuente (y universal), Platón, "ahí voy todos los días, cuando estoy en Barcelona". ¿Y qué busca? "Depende. Lo que me diga Montserrat", que es la librera.
Ahora acaba de leer Los enamoramientos, de Javier Marías, "fulgurante comienzo, lo he leído tres o cuatro veces; técnicamente sorprendente". Una librería, dice, es la sorpresa del que se deja sorprender. Tiene todos los garcilasos, "siempre que sale uno nuevo con notas, ahí estoy para comprarlo". ¿Una manía? "No, una manera de vivir otra vez el libro, de mirarlo con los ojos de un nuevo estudioso". ¿Internet sustituirá este espacio? "Es muy difícil que Internet sustituya lo que tiene mi Montserrat en Barcelona".
Soledad Puértolas, novelista y académica como Pombo, fue librera por persona interpuesta, su hijo Diego, que tuvo la librería El Bandido Doblemente Armado. Cerró hace tres años. Y ella se ha hecho clienta de Alejandría, esta nueva librería de Pozuelo. María Luisa Galván la orienta, aunque ella va a la esquina donde los libreros (María Luisa y su hermano Juan) saben que se va a concentrar la escritora. "Busco mis gustos, lo que yo sé que no está en las librerías de los grandes almacenes". Le han descubierto autores nuevos, "la maravillosa Marilyn Robinson; me llevé este verano Las memorias de una viuda, de Joyce C. Oates...". María Luisa ha querido hacer "una librería de verdad, en la que la gente venga a buscar libros, no best sellers, donde la gente mire sobre todo lo que a nosotros nos gusta porque también puede gustarle a ellos". Ahí llevan un año y pico. ¿Resistirán? "Tenemos 2.000 clientes. Resistiremos si no perdemos nuestro propio norte. Si somos fiables". Un librero, dice Soledad, "es un interlocutor; si te fías de él, sigues buscándole". "Eso es lo que intentamos hacer; sabemos que es un oficio heroico, pero es que si no fuera heroico no sería interesante".
Es, sobre todo, un oficio que requiere energía. Para ser la energía de la barriada, como decía Pombo.
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