Nos hemos convertido en robots programados para la compra automática de mercaderías. Durante el famoso Black Friday en Estados Unidos (de América), esa especie de subasta universal de artículos rebajados con que comienza la temporada navideña de ventas, la gente se amontona ansiosamente en la entrada de las tiendas y, luego, se abre paso a codazos y pisotones. Es prácticamente el mismo comportamiento que observamos en los campos de refugiados cuando los camiones de las organizaciones humanitarias llegan a repartir la ayuda. En España, hay personas que duermen en el portal de El Corte Inglés para estar en primera fila cuando comiencen las rebajas. Y aquí, en estos pagos, las deudas de las tarjetas de crédito crecen de manera exponencial en la temporada decembrina.
¿De qué estamos hablando? ¿Qué tan importante y trascendental puede ser la compra de algo? ¿Qué significa? ¿Qué representa?
Tal vez los expertos en marketing tampoco lo saben pero, eso sí, conocen a la perfección los mecanismos para crear un impulso de compra irresistible. Y lo más inquietante es muchos compradores comienzan a sentir una extraña fascinación por unos artículos de lujo que, en el fondo, no puede pagarse. Tenemos así personas que se queman el dinero del aguinaldo en ropa de marca o en un bolso carísimo; individuos llevados por otro automatismo casi planetario en las clases medias: el deseo de aparentar. Por lo visto, es la única manera de escapar del agobiante anonimato impuesto por una sociedad donde importa mucho más el tener que el ser y donde, además, los bienes deben ser exhibidos. Lo más curioso es que no registramos siquiera nuestra condición de esclavos. Peor aún: de esclavos infelices y permanentemente insatisfechos. Vaya maldición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario