sábado, 31 de diciembre de 2011

Norcorea y sus mitos.

Confesiones de dos contrabandistas norcoreanos
Dos jóvenes relatan su huida de Corea del Norte, donde malvivían en la frontera con China



En el cerrado mundo de Corea del Norte, muchos jóvenes tratan de abrirse camino como contrabandistas a través de la porosa y larga frontera con China. Pero conforme se adentran en la procelosa corrupción del sistema se estrechan sus posibilidades de sobrevivir. Los más despiertos, como Hwang Chol, huyen al sentir el aliento del régimen en su nuca. A otros, como a Lee Chung-hyuk, alguien les abre los ojos en el último momento. El resto sigue bailando en la cuerda floja hasta que se rompe.

Proceden de la misma ciudad, Chongjing, a un centenar de kilómetros de Hyeriong, uno de los puestos fronterizos con mayor tráfico. Pero se conocieron en Seúl, adonde ambos llegaron en 2005, tras un tortuoso viaje a través de China y Mongolia, que en el caso de Hwang supuso una huída de tres meses. Lee, que entonces tenía 18 años, tardó más del doble, siete meses.

Hwang, de 32 años, comenzó en 1998 vendiendo en China champiñones e importando todo tipo de vídeos prohibidos. La mayoría eran películas y series surcoreanas, que descubrían las mentiras de Pyongyang. “El primero sorprendido fui yo. Al principio dudé, pero luego sentí un profundo odio hacia el régimen por engañarnos”, dice.


En Corea del Norte, con 24 millones de habitantes, el servicio militar es obligatorio y dura 10 años, aunque al final de los 90, cuando a Hwang le tocaba el turno, lo aumentaron a 13 años, porque el tremendo descenso de la natalidad había reducido las filas de uno de los ejércitos más numerosos del mundo, con 1,1 millones de soldados.

Los estudiantes universitarios tienen el privilegio de retrasar su obligación castrense hasta que terminen la carrera y Hwang decidió estudiar Ciencias Políticas y Revolucionarias (1997-2002). Pero no dejó su floreciente negocio de contrabando, que le permitía pagarse los libros, hacer regalos a los profesores y alimentar a sus padres y hermanos en aquellos años terribles en que la hambruna causó cientos de miles de muertos en el país.

“El sistema está tan corrupto”, continúa, “que para sobrevivir necesitas tener compradas a tres personas de cada institución: los servicios secretos, la policía, los militares y el Partido de los Trabajadores”, el único existente. Aunque, añade, “siempre puede haber un chivatazo que no controlas”.

Estuvo seis meses en una cárcel y salió tras costosos sobornos. “Allí no había presos políticos. Si me hubieran metido con ellos no estaría aquí, porque esos nunca salen”, comenta Hwang. Esa experiencia le bastó para cruzar la frontera cuando el Gobierno desató una campaña contra el mercado negro.


“Pensaba quedarme en China seis meses hasta que amainara la tormenta. Nunca pensé en venir a Corea del Sur. Dejar el país y la familia es una decisión muy difícil”, dice. Pero tras 15 días de exilio, se unió a otros seis norcoreanos “para ver si era verdad todo lo que contaban las películas”, y emprendieron el viaje.

Ahora estudia Administración de Empresas en la Universidad de Hankuk y es presidente de la Asociación de universitarios norcoreanos, que agrupa a los 1.200 que hay en Seúl. Pero el Sur, señala, tampoco es el mundo que idealizó cuando estaba en el Norte. “Hay mucho egoísmo, mucha competitividad y tanta libertad, que tener que decidir todo cuesta un esfuerzo infinito”.

La vida de Lee fue mucho más desestructurada. “A los ocho años dejé la escuela y me dediqué al trapicheo. Mis padres y mis hermanos también dejaron la fábrica donde trabajaban, porque no les pagaban. Fueron ellos los que pagaron a la fábrica para seguir registrados ahí y no tener problemas con el sistema mientras buscaban otros medios de salir adelante. Me quedé solo. Ellos nunca estaban en casa”, cuenta.

“En Corea del Norte no existe más comercio que el negro. Recogía champiñones o cazaba ranas para venderlas en China. Como era pequeño, a veces me colaba gratis”. El precio estipulado por cruzar ilegalmente eran 200 wones (unos 20 céntimos de euro), una fortuna si se tiene en cuenta que el salario mensual medio era de 100 wones y que muchos meses el Gobierno no pagaba. Si iba con su madre, importaban ropa.


“Cuando llegué aquí me enteré de que muchos éramos contrabandistas”, dice con naturalidad, aunque lo suyo fueron minucias de subsistencia. “Nunca pensé en irme de Corea del Norte. Fue mi madre la que me hizo cruzar la frontera y se empeñó en que me fuera cuando me faltaban tres días para incorporarme a filas. Yo quería ir al Ejército, como todo norcoreano, pero ella dijo que estaba harta de pagar sobornos para que sacaran del calabozo a mi hermano mayor y que no iba a pagar también por mí”.

Lee reconoce que el inicio en Corea del Sur fue duro. Primero estuvo un mes en un centro del Servicio de Inteligencia porque “sospechaban que era un agente norcoreano”. Después tres meses en otro centro para desertores algo más relajado y luego en un colegio para norcoreanos; una segregación que al principio le pareció “discriminatoria”, y ahora entiende “porque el nivel de estudio de los surcoreanos es mucho más fuerte”.

Ninguno cree que la muerte de Kim Jong-il vaya a mejorar la vida en el Norte, pero confían confían en que algún día se produzca un cambio. Hwang, de forma más racional, y Lee, más primitivo, sienten rabia contra un régimen que les ha forzado a hacer un viaje que ellos no querían; un régimen basado en “la mentira, el sometimiento y el engaño inmisericorde de su pueblo”.

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