Sexo para idiotas
Por: Tatiana Escobar Casares
Da igual si ocupa un lugar de honor, un lugar de cuyo nombre no queremos acordarnos o el lugar que sea, después de trabajar, preparar la cena y acostar a los niños: la curiosidad, la fascinación y la frustración en torno al sexo son una fuente inagotable de preguntas y dilemas que pocas veces nos atrevemos a formular en voz alta, por vergüenza, por falta de costumbre o por no quedar en evidencia, aunque el mero acto de buscar respuestas ya nos hace evolucionar como amantes.
Por más que el sexo sea aún más antiguo que la reunión en torno al fuego primigenio de los ancestros del ser humano, la civilización se encargó de atrincherarlo y ocultarlo en la más estricta intimidad de quienes lo practican, creando leyes, normas sociales, dogmas religiosos, convenciones morales y tabúes, en un deliberado intento por controlar ese acto intrínseco a la especie en el que, por principio, se pierden, como quien dice, los papeles.
Con ese legado de puritanismo a cuestas y perdiendo los papeles porque nos lo pide el cuerpo, generaciones enteras de amantes han asimilado los gajes del oficio aprendiendo los unos de los otros en el intercambio de los cuerpos desnudos y en los escasos lugares donde el sexo habita como una práctica normalizada de la que puede hablarse sin rubor, desde los burdeles y las tabernas hasta las conversaciones de mujeres y las visitas al doctor.
El conocimiento sexual se adquiere de muchas maneras, y aunque de tarde en tarde nos parezca que ya está todo inventado, afortunadamente nunca se aprende del todo. Por lo general, nos entrenamos con la práctica del combate cuerpo a cuerpo, tanteando en las penumbras de la inocencia o la complicidad compartida, gracias al buen hacer de amantes más experimentados, o atendiendo esa mezcla de morbo y osadía que nos adentra en tierras, camas y escenas desconocidas.
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Lo cierto es que es un aprendizaje exigente, que se prolonga con cada nuevo cuerpo y cada nueva cultura que descubrimos, así como con los cambios que experimenta nuestra propia sexualidad con el paso de los años. Ya lo decía en un verso el poeta Antonio Cisneros: “Es difícil hacer el amor, pero se aprende”.
Un lector nos comentaba que, hablando de cambios, le parecía que el sexo daba más bien para poco, puesto que el cambio ocurría en uno mismo o bien en lo que uno era capaz de probar. Y advertía: “No hay que volverse muy loco: acabas con la parienta con la que llevas 15 años dándote un baño de chocolate a la luz de las velas que, en fin, a mi me deja con una sensación deprimente, qué quieren que les diga”. ¡Y es que cuánto daño ha hecho 9 semanas y media!
Y aunque comparto con el lector el repelús al choco-baño y demás variantes del messy sex, por mí que se vuelva muy loco quien quiera, siempre que la parienta o el marido lo consientan.
Una de las grandes enseñanzas de la sexualidad positiva se resume en la expresión inglesa “Don’t yuck my yum” cuya traducción al español me trae de cabeza desde hace años, porque “No le hagas asco a mi banquete” me suena más gongorino que carolqueenesco (y perdón por el adjetivo que me acabo de sacar de la chistera: ¡Sugerencias, amigos, sugerencias, que la traducción, como el sexo, es un conocimiento colectivo!).
En esa búsqueda incesante de respuestas, no es de extrañar que, tras la popularización de la World Wide Web dinámica a mediados de los noventa —cuando usábamos módems y aquello se llamaba el Word Wide Wait— “sexo” sea la palabra más buscadas de Internet.
Además, la invención de tecnologías de la comunicación, desde el e-mail, los chats y la mensajería instantánea hasta las webcam, el video-on-demand y las redes sociales, han cambiado no sólo la manera en la que nos hablamos con nuestros seres queridos y espiamos a nuestros seres deseados, sino también la manera en la que accedemos a contenidos sexuales explícitos, en una jungla habitada por personas anónimas, amateurs o profesionales, con intercambios gratis o de pago, en dinámicas de toda pelambre, desde las consensuadas hasta las abusivas. Y si usted no sabe a qué me refiero, encienda la cámara de su ordenador y entre en chatroulette.
Muchas victorias se han ganado desde la abolición de la ley inglesa que castigaba con pena de muerte a los condenados por practicar sexo anal, instaurada durante el reinado de Enrique VIII y vigente hasta bien entrado el siglo XIX. Pero no hace falta sumergirse en la historia de los actos carnales para saber que el sexo ha tardado demasiado tiempo en salir del dormitorio y que su normalización sigue siendo hoy en día una lucha en la primera línea de batalla.
Prueba de ello es que hace unos días, mientras la Directora Ejecutiva de ONU Mujeres y expresidenta de Chile, Michelle Bachelet, defendía en Paraguay la educación sexual de la infancia y en las aulas, calificando de “esencial” que los jóvenes aprendieran sus primeras nociones de sexualidad "no a través de revistas que puedan comprar en los quioscos (-hay que disculparle el anacronismo-) sino en lugares donde uno está seguro que la información es seria, responsable e integral", en Madrid, la asociación Profesionales por la Ética comenzaba el reparto de 15.000 octavillas contra la educación sexual en las escuelas, aterrorizados ante la perspectiva de que “el próximo curso escolar se vea inundado de talleres, charlas y folletitos de educación sexual además de kits de preservativos" y preguntando a los padres si "se ha presentado un colectivo de activistas homosexuales en su colegio para explicarle a los alumnos que no es lo mismo género que sexo y que uno puede cambiar de identidad sexual varias veces".
No les vaya a ocurrir lo mismo que a Cher, pobrecitos.
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