lunes, 13 de febrero de 2012

EEUU-Guatemala: la otra migración.

La otra migración: de EU a Guatemala
La odisea de un comerciante centroamericano que debe cruzar México de norte a sur para llevar su cargamento a su destino. En su viaje padece malos caminos, la dureza del clima, delincuentes y hasta policías.


Sergio Armando Sapón es todo un lobo de las carreteras mexicanas: durante 18 años ha cruzado el país de frontera a frontera una vez al mes, para trasladar camionetas y autobuses escolares a Centroamérica. Es un hombre menudo y activo que maneja 14 horas diarias desde que sale de Matamoros, Tamaulipas, hasta que cruza el río Suchiate por Ciudad Hidalgo, Chiapas, rumbo a su natal Guatemala.

Son dos mil 500 kilómetros de desierto, llanura, costa y selva que Sergio Armando recorre en solitario, igual que todos estos hombres que conforman la cofradía de los transmigrantes. Son residentes y ciudadanos de Estados Unidos (EU), pero que mantienen sus raíces en los países donde nacieron. Hoy son una de las más importantes fuentes de ingreso para sus naciones centroamericanas y también para México.

Todo el año, de lunes a sábado, esta tribu realiza un periplo que comienza en la aduana Lucio Blanco, de Matamoros —también conocida por su nombre estadunidense: puente internacional Los Indios. En temporada baja cruzan diariamente unos 50 viajantes, pero de mayo a diciembre la cifra se dispara a 150.

La llamada “ruta fiscal” pasa por Tamaulipas, Veracruz, Oaxaca y Chiapas, o bien de Veracruz se desvía hacia Tabasco, Quintana Roo y Yucatán, en busca de alguno de los cruces que lleve a Belice o Guatemala. Es la migración al revés.

Los peregrinos siempre van con prisa, viajan solos y remolcan otro auto repleto de artículos que venderán en Centroamérica. Rezan para no encontrarse en el camino con el secuestro, la desaparición o el asalto perpetrado por el crimen organizado.

Las extorsiones que sufren de policías mexicanos no les preocupan; ésos ya son hechos cotidianos y todos van preparados para dejar entre mil y dos mil pesos como lubricante de esa maquinaria corrupta de agentes de Tránsito y elementos de la Policía Federal Preventiva.

La travesía es ardua, azarosa, revestida de los riesgos conocidos en toda carretera y de los peligros inciertos impuestos por los cárteles del narcotráfico. Y aunque cada conductor deja en promedio una derrama económica de ocho mil a 10 mil pesos que benefician a hoteleros, restauranteros, gasolineros, pedigüeños y al sistema de casetas de peaje, las autoridades poco se interesan por mejorar las condiciones de su odisea.



LA PARTIDA
JUEVES, 05:00 HORAS. Los motores rompen el silencio de la madrugada con su letanía de ronquidos sordos. Las luces de los cuartos del modestísimo hotel Ofelia’s, ubicado junto al puente internacional, se van encendiendo. Son unos 70 migrantes, que debieron pernoctar debido a una falla en el sistema de cómputo de la aduana.

Don Carlos Martínez y Mateo Garza, El Botas, son de los primeros en estar listos. Saludan y conocen casi a todos y les dicen dónde hay café y pan o los ayudan a mover las trenzas (tractocamiones montados uno sobre otro en filas de hasta cinco unidades), las “tacuacinas” (vehículos de dos niveles que transportan de seis a ocho autos) y las “mancuernas” (un automóvil que jala uno o dos más).

Ellos son custodios, personas que trabajan como guías de los peregrinos para que sigan la ruta específica que tienen marcada, calle por calle, y para que no los molesten los agentes de Tránsito —aunque contra el actuar de policías o delincuentes no hay custodia que valga.

“Nosotros les damos un servicio para que viajen lo más cómodo y seguro posible. No andamos armados, simplemente les vamos señalando el camino y depende de ellos si quieren contratarnos. A algunos los llevamos aquí nomás a la salida de Matamoros, y hay quienes nos contratan para ir hasta la frontera sur o a veces hasta sus países”, cuenta don Carlos, con 20 años en el oficio y siempre con una maleta lista por si le sale viaje.

Explica que “sólo” ha sufrido seis asaltos, todos en los últimos cinco años. Recuerda tiempos dorados, hace 30 años, cuando el paso era libre y lo único que pedían era un certificado de la policía de que los vehículos no eran robados. Ahora los trámites son agobiantes y los cobros dejan poco margen de ganancia.

En el patio del hotel y frente al depósito El Tecolote empiezan a desfilar los tractocamiones, autobuses, vagonetas, automóviles sedán y camionetas pick up. La variedad es amplia, las unidades remolcadas llevan la leyenda In tow (en remolque) en el parabrisas trasero; los abrazos de despedida se multiplican.

Edwin, un salvadoreño, muestra preocupación: “Ahorita pasó una camioneta y se le quedaron viendo a mis carros”. Maneja una flamante Land Rover y remolca un Mercedes Benz, unidades poco usuales entre los transmigrantes, que suelen comerciar vehículos de trabajo. Sus compañeros le recomiendan ir con uno de los gestores aduanales para pagar una cuota de protección al cártel del Golfo. Mil pesos para cruzar todo Tamaulipas sin problemas; llegando a Veracruz ya es otra historia: ahí son Los Zetas los que controlan el territorio.

Es un secreto a voces que el poderoso cártel del Golfo obtiene una ganancia por cada vehículo que cruza, y la presencia de hombres en camionetas que no se molestan en disimular sus armas lo refuerza. Casi todos los conocen y ellos conocen casi a todos; no hay forma de escabullirse al impuesto y la pena por intentarlo es demasiado severa.

06:00 HORAS. Finalmente los custodios dan la voz de arranque, suben a una de las unidades que los contrataron y forman una ruidosa caravana con el resto. Por cada vehículo reciben 150 pesos para llevarlos a la salida a Matamoros y 400 dólares si van hasta la frontera sur. Si ayudan a conducir se pueden ganar 100 dólares de propina.

El viento de la madrugada invernal fuerza los motores y castiga los rostros. Los vehículos transitan por periféricos y libramientos sin iluminación, amplias zonas deshabitadas ideales para una emboscada y cada auto que los rebasa provoca inquietud. “Es que así trabajan ellos: un carro se queda atrás y otro te rebasa y se te cierra, de ahí se bajan uno o dos con las armas y pasan con cada uno de la caravana a quitarnos una cuota de mil pesos, a veces todo el dinero y otras veces hasta el vehículo”, cuenta Junior, guatemalteco que ha sufrido el acoso de los delincuentes.

“Hace tres meses uno me paró aquí nomás, al salir del puente; me enseñó la pistola y me dijo que le diera todo el dinero. Yo le di 800 pesos que traía en las bolsas y el hombre que corta cartucho, me pone la pistola en la cabeza y me dice: ‘Mira, compa, si te hallo un peso más, un sólo peso más, te carga la chingada’”, continúa su relato. “¡No, man, yo bajaba todos lo santos del cielo, sentí bien frío el cañón!, y que le digo: ‘Oye, man, espérate, que yo tengo familia; mira aquí tengo más’, y le di los mil dólares que traía para el viaje”, explica Junior, quien tuvo que pedir prestado y absorber la pérdida de esa travesía. Al mes siguiente ya estaba otra vez en el camino.

Una regla básica del viajero es nunca llevar todo el dinero junto. Los billetes se reparten entre las bolsas del pantalón y de la camisa e incluso en diferentes compartimientos del vehículo, para no despertar aún más la codicia. A veces funciona, a veces no.

07:00 HORAS. La caravana pasa sin problemas un retén de la Policía Federal y el Campo Militar número Ocho antes de salir al bulevar Pedro J. Méndez, que indica el camino hacia Tampico y Ciudad Victoria. Don Carlos y Sergio Armando se despiden con afecto. Son dos viejos conocidos y en esta ocasión el Caronte sólo acompaña al guatemalteco a la salida a Matamoros. Desciende del autobús escolar que remolca una camioneta Toyota (una marca popular en Centroamérica) y agita un brazo mientras grita: “¡Suerte!”.



EL CAMINO
En Guatemala Sergio Armando estudió para maestro, pero comprendió que el progreso estaba en el norte; ahora tiene 30 años viviendo en Houston, EU, con su esposa y sus dos hijos.

Cada mes, desde hace 18 años, viaja a su país para llevar vehículos. Empezó con camionetas y al año siguiente optó por los autobuses escolares que en Centroamérica se usan para el transporte público de pasajeros.

Amable y meticuloso, se apega a su agenda de viaje y siempre que puede procura que el velocímetro marque entre 60 y 65 millas por hora (unos 110 kilómetros), pues aunque tiene 10 días para cruzar el país trata de hacerlo en el menor tiempo posible.

Cuenta que solían manejar de noche y dormir a la orilla de la carretera, con las ventanas abajo para mitigar el calor. Ahora es imposible por la inseguridad. Tampoco pueden darse el lujo de cambiar de ruta pues son multados, y si sufren un accidente es un viacrucis para que les devuelvan el vehículo.

El autobús de Sergio Armando transporta un refrigerador y una lavadora, dos motores de camión, una sala, herramienta, ropa, adornos, una podadora, bicicletas, una carreola... Les llaman “encomiendas” y representan un servicio básico de paquetería que mejora la calidad de vida de quienes tienen vecinos y familiares trabajando en EU.

“Yo le remuevo los asientos al autobús y ahí le cabe lo de ocho pick ups, va bien cargadito. Cuando llego a Guatemala entrego todos los paquetes casa por casa y el bus lo pinto, le pongo sus canastillas para equipaje y se lo vendo a los ruteros para el transporte de pasajeros”, explica el chapín mientras maneja con soltura.

La carretera anuncia como próximo destino el poblado de San Fernando, donde en 2010 el cártel de Los Zetas secuestró y ejecutó a 72 migrantes centroamericanos. Sergio Armando conoce la historia, todos los transmigrantes la saben, y por eso viaja con gesto adusto, serio, preocupado.

Cuentan que en agosto de 2011 hubo una semana completa en la que un grupo de civiles armados montaron un retén y les pedían mil pesos por persona: “Es la cuota pa’l Golfo”, dicen que decían. Luego el cártel del Golfo se involucró en el negocio y disminuyeron los asaltos.



08:00 HORAS. Las planicies del norte de Tamaulipas son inmensas y llenas de brechas; el territorio es ideal para ocultarse de la ley. Los campos de sorgo se extienden hasta confundirse con el cielo y en esas soledades cualquier vehículo causa inquietud; la meta es llegar a la Y ubicada en la entrada a San Fernando, donde hay un retén permanente de la Policía Federal, para tomar en 20 minutos un almuerzo frugal y continuar la marcha.

Veloz, el autobús amarillo deja atrás Soto La Marina, Aldama y Estación Manuel, donde carga dos mil pesos de diesel. El desierto del noreste va dando paso a los plantíos de agave y caña de azúcar; el trópico empieza a asomarse tímido, pero ya cerca de Tampico se muestra con todo su esplendor de sol intenso y calor bochornoso aun en invierno.

Majestuoso, el río Pánuco anuncia el cruce de Tamaulipas a Veracruz. En poblados como El Moralillo y Tampico Alto, Los Zetas y el cártel del Golfo finalizaron 2011 con asesinatos múltiples, decapitados y ataques a autobuses de pasajeros. La carretera se vuelve un carril con baches y hundimientos, sin espacio para rebasar y flanqueado por extensos pantanos; el sudor agobia.

Sergio Armando se mantiene en comunicación con su esposa, quien desde Houston está pendiente del itinerario. Al menos una docena de veces se llaman y él le explica en dónde va, su próximo destino y si ha hecho algún cambio. En Ozuluama se detiene a comer, saluda con familiaridad a la propietaria de una fonda y devora una cecina con frijoles antes de reiniciar el camino 30 minutos más tarde.

Cerro Azul, Naranjos, Álamo y Amatlán son apenas puntos de urbanización que interrumpen el intenso verde de los platanares y las palmeras meciéndose con parsimonia al ritmo del cálido viento de la costa del Golfo de México. Es el corazón de la exuberante Huasteca.

La jornada concluye pasada la medianoche, en un modesto hotel donde el transmigrante duerme un máximo de cinco horas. Hombre de fe, ora antes de comer y de dormir, se encomienda a Dios al levantarse y llama a su esposa para decirle que todo marcha bien.



VIERNES 05:00 HORAS. El sol todavía no entra en calor cuando Sergio Armando ya está de pie. Desea aprovechar el fresco de la madrugada y enfila por la carretera Córdoba-Veracruz mientras el termómetro se trepa hasta los 28 grados centígrados cuando el reloj aún no rebasa el mediodía.

La carretera sigue siendo mala, pero la evidente presencia militar tranquiliza al viajero. Raudos, los convoyes de camionetas y camiones grises —los “popeyes” de la Marina Armada— y verdes —las “ranas” del Ejército— recorren las arterias viales de Veracruz, donde Los Zetas abrieron un nuevo frente de batalla hace menos de seis meses.

Un discreto sol se eleva en el horizonte como una de las afamadas naranjas de la región; parece inofensivo, pero apenas en una hora suelta su hervor y advierte de otro día de piel tostada y sudorosa.

En cada recoveco aparecen distintos pedigüeños: mujeres cargando imágenes religiosas que buscan recursos para una capilla, estudiantes con botes-alcancía que buscan pagar su graduación, hombres que solicitan cooperación a cambio de tapar los baches que debería reparar el municipio.

A la vera del camino un grupo de hombres carga un camión con caña de azúcar recién cortada, mientras otro vehículo lleno —conocido popularmente como “despeinada”— se dirige al ingenio cercano, donde la molienda empezó temprano, a juzgar por el espeso humo que exhala el chacuaco, la enorme chimenea que anuncia el inicio de la zafra.

Sergio Armando habla de México, de su extenso territorio y de las oportunidades que brinda para salir adelante. Lamenta la violencia que vive el país, pero destaca que en Centroamérica ese uso y abuso de armas está presente desde la década de los setenta. Una visión desde el sur.



Otro viaje sin contratiempos. El chapín regresará en avión a Houston y en un mes retomará el camino del transmigrante.

15:30 HORAS. El enfriador del motor empieza a fallar y el autobús se sobrecalienta. Falta una docena de kilómetros para llegar a Sayula y el guatemalteco aprovecha la hora de la comida para dejar que se enfríe la maquinaria. Luego la revisa y detecta una manguera rota, con tan buena suerte que a 200 metros encuentra un taller. Media hora más tarde y con 170 pesos menos en la cartera, reanuda el viaje.

Rumbo a Matías Romero, ya en el territorio oaxaqueño, la selva se esfuerza en engullir la cinta asfáltica, por lo que en algunos tramos incendian la maleza para intentar detenerla. Al paisaje se suman las falanges huesudas de los ciruelos hibernando y el rojo lustroso de los almendros.

Las capillas se multiplican por todo el camino pero, a diferencia del norte —donde abundan las consagradas a la Santa Muerte, patrona de narcotraficantes—, en el sur es la Virgen de Guadalupe la que predomina, al igual que las cruces blancas que señalan a las víctimas de accidentes.

La noche cae sobre el autobús a la altura de La Ventosa, y las gigantescas hélices generadoras de energía eólica parecen miniaturas comparadas con el infinito número de estrellas que le ponen un toque de belleza a esas inhóspitas carreteras.

Cerca de la medianoche, luego de pasar gasolineras donde deambulan prostitutas y cruzar dos casetas de peaje en desuso luego de ser clausuradas por el subcomandante Marcos y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, Sergio Armando detiene su marcha en uno de los retenes militares, donde un joven veinteañero lo interroga.

—¿De dónde viene y a dónde va, señor?—, le inquiere respetuoso el uniformado.

—Vengo de Houston y voy para Guatemala, para llevar este bus, la “picopsita” y unas encomiendas—, responde el chapín con calma.

—¿Entonces pasó por Tamaulipas? Allá está bien caliente ¿verdad? Voy a revisar sus cosas—, explica el joven y lanza el haz de su linterna por todo el autobús; luego de unos minutos dice: —Bueno, que les vaya bien—, y se apea.

La pregunta surge inmediata:

—Sergio, ¿los militares no te piden dinero?

—No, hombre, ellos son otra cosa. Y más desde que empezó esto del narcotráfico, los militares son los únicos que me dan confianza.

Finalmente, el vehículo escolar se detiene ante un motel ubicado a la orilla de la carretera, a 60 kilómetros de Tapachula y cuyas tarifas son por hora. Sergio paga cuatro y se estaciona entre los autos de las parejas. Antes de dormir profundamente avisa a su esposa y a sus socios que llegará antes de las 09:00 horas a Ciudad Hidalgo, frontera con Tecún Umán.

SÁBADO 08:00 HORAS. Sergio Armando Sapón parece un hombre nuevo. Nadie diría que ha manejado un promedio de 14 horas y dormido máximo cinco en los últimos dos días.

El amanecer lo sorprende cargando diesel y atravesando los campos sembrados de platanares con esos frutos envueltos en plástico azul para que maduren más rápido. Estaciona frente a la oficina aduanal y entrega su papelería; es el primer cliente y eso lo deja satisfecho. Le da tiempo de desayunar huevos rancheros con frijoles refritos bañados con crema y queso, y el tradicional plátano frito a un lado.

La natural desconfianza de Matamoros se volvió tranquilidad conforme pasaron los kilómetros; ya en Chiapas se muestra relajado, risueño. No es para menos: antes de las 17:00 horas llegará a su otro hogar, Guatemala, para contar que una vez más atravesó México de frontera a frontera, por el territorio de los temidos Zetas y salió ileso.

De la suerte de los compañeros que fue dejando atrás en el viaje, el que llevaba la Land Rover y el Mercedes Benz, de los que viajaban en otro autobús escolar o llevaban una trenza de tres vehículos, sabrá días después, cuando de boca en boca se dispersen las noticias. Porque no todos corren siempre con la misma suerte.

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