Perspectiva de la izquierda
Octavio Rodríguez Araujo
Cada vez que las
izquierdas mexicanas sufren, por las buenas o por las malas, una derrota
electoral, resurge el tema de su perspectiva como partidos y de la
estrategia a seguir en el futuro.
Si bien no sabemos con precisión cuál será la calificación del
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación sobre las pasadas
elecciones, sí podemos suponer que, como corresponde a su sesgo pro
sistema, el fallo será en favor de Peña Nieto. El tribunal, el IFE y la
mayor parte de las instituciones del Estado obedecen a la lógica de éste
y a su esencia no sólo de clase sino a la de quienes lo controlan desde
sus posiciones dominantes.Estos últimos no están dispuestos a ceder el poder que los ha beneficiado no de ahora sino desde que devinieron grupos y sectores dominantes en la sociedad. Crecieron a la sombra del Estado y ahora lo usan como si fuera una maquinaria a su servicio (en el sentido de Ralph Miliband). La materialización última y más evidente del Estado es el gobierno, acompañado en nuestra realidad de los poderes Legislativo y Judicial. El gobierno está encabezado por el presidente, llámese así o primer ministro. Y del presidente dependen, en gran medida, las políticas que definen el rumbo del país y la orientación social que tienen o pueden tener. Por esto es importante tomar el poder, es decir la Presidencia, y ganar la mayoría en el Congreso de la Unión. El Poder Judicial depende, en su conformación, de los otros dos poderes, uno que propone y otro que dispone.
Para disputar el poder presidencial y su supuesto contrapeso (el Legislativo), nos hemos dado los partidos políticos. Desde que los trabajadores conquistaron el derecho al sufragio y a ser elegidos, los partidos se hicieron necesarios. El fortalecimiento de los partidos de trabajadores obligó a la burguesía a vigorizar los propios, simplemente para defender sus terrenos de la amenaza proletaria en ascenso. Con el tiempo y los cambios en las relaciones sociales de producción, el proletariado cedió su lugar a sectores varios de la sociedad que no necesariamente se identifican con los intereses de los trabajadores ni con su oposición a todo nivel de burguesías. Si el capitalismo alcanzó grados de concentración y centralización de la riqueza –no imaginados hace 100 años, y hasta menos–, las luchas sociales pasarían a ser en contra de sus principales beneficiarios, en alianza con las propias víctimas de esos grandes capitales dentro de la burguesía: la clase media de los propietarios de medios de producción y comercialización. Lo que ahora llamamos pluralidad tiene mucho que ver con esas nuevas condiciones en los arreglos de la sociedad y con las posiciones pluriclasistas de no pocos movimientos sociales y también de los partidos.
De aquí, entre otras razones, que los partidos de los últimos años, digamos desde mediados de los 70 del siglo pasado, sean o tiendan a ser pluriclasistas y, por lo mismo, de centro: de centro izquierda o de centro derecha. Y son de estas posiciones político-ideológicas porque sólo así pueden verdaderamente competir en elecciones, ya que éstas, como diría Perogrullo, se ganan con la mayoría de los votos, y la mayoría de los ciudadanos no suele coincidir con posiciones extremas, ni de derecha ni de izquierda.
Todos los experimentos de democracia directa y de autogestión en las sociedades complejas han fracasado, desde la Comuna de París hasta la fecha. La razón no es tan complicada como se ha querido creer: la sociedad es heterogénea y no precisamente organizada de manera más o menos permanente. Se organiza parcialmente por asuntos coyunturales y con el tiempo sus miembros regresan a sus actividades cotidianas. Cuando se expresan a favor o en contra de algo los llamamos movimientos sociales, pero si logran lo que querían o frenan lo que no querían tienden a desaparecer y a quedar en la memoria colectiva del ¿te acuerdas de…?
A los movimientos sociales, cuya existencia es positiva en cualquier país y hasta más allá de un país, les falta lo que tienen los partidos políticos: cierta permanencia, cuadros dirigentes y profesionales, disciplina interna y, sobre todo, vocación de poder con base en un proyecto social y de nación. Por el contrario, a los partidos les falta la relativa autenticidad de los movimientos sociales y su espíritu de lucha que normalmente los acompaña. Es por esto que Jonathan Fox proponía en uno de sus escritos que los partidos deben ligarse con las que él llamó autonomías asociativas, que son aquellas que velan por las necesidades y metas de quienes apenas o nunca son tomados en cuenta por los políticos. Estas autonomías asociativas y los partidos, juntos y de común acuerdo, garantizan más y mejor la democracia y la lucha que separados como frecuentemente actúan. Lo mejor, para los movimientos sociales y para los partidos políticos, en este caso de izquierda, es que se conecten y luchen juntos por cambiar lo que, cada uno en su ámbito de acción, quieran y puedan cambiar. Los movimientos sociales, salvo excepciones revolucionarias cada vez más distantes, no aspiran al poder; los partidos sí.
Ya hemos visto de lo que es capaz el poder para conservarse y los recursos que invirtió en ello. La única opción es quitar a quienes lo tienen y ganarlo para nuestra causa. Si no fue ahora ya será mañana, siempre y cuando los partidos opositores se fortalezcan y entiendan lo que no entendieron pero el PRI sí después de su estruendosa derrota en 2006: la importancia de su reorganización (que no hicieron en 2010) y trabajar en todos los frentes y sobre todo con el pueblo para ganar.
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