Mar de Historias
Otras lecciones
Cristina Pacheco
Arremolinadas ante la
reja de la escuela primaria las mujeres se esfuerzan por mirar hacia el
patio en donde están formados sus hijos. La mayoría de los niños tiene
expresión somnolienta, algunos bostezan o se acomodan las correas de la
mochila que llevan a la espalda. Todos fingen interés por las
indicaciones que la maestra Patricia les da mediante un pésimo equipo de
sonido. Interrumpe su discurso la chicharra que marca el momento de
entrar en los salones.
En cuanto los niños abandonan el patio, seis mujeres que también son
vecinas se disponen a despedirse cuando aparece una desconocida con su
hijo:Ya ves, Daniel, es tu primer día de clases y llegamos tarde porque no quisiste levantarte a tiempo. El niño hace un puchero:
No te estoy regañando, mi amor. Imagínate: faltaste la semana pasada porque estabas malito y hoy llegas retardado. La maestra creerá que no te interesan los estudios y a lo mejor hoy ya no te permite quedarte en el salón. ¿Ahora qué hacemos? ¿Con quién te dejo? Mi hermana ya se regresó a Cuautla y yo tengo que irme a trabajar.
Más que a su hijo, las preguntas van dirigidas a las mujeres que la observan en silencio hasta que al fin Magda, una joven de cabello crespo y con el rostro plagado de lunares, le hace una sugerencia:
–El portero no está y no ha cerrado la reja. Haga como si nada y pase.
–Magda tiene razón. Además yo creo que la maestra todavía ni empieza a pasar lista –agrega Estela, madre de dos gemelitos.
–¿Y si no quiere que mi Daniel se quede a la clase?
–Le explica que no tiene con quién dejarlo y que usted necesita irse a trabajar –le recomienda Magda. O ¿tú qué harías, Alicia?
–Hablaría con la directora. Ya con su autorización, la maestra no podrá negarse a que el niño tome la clase –Alicia nota la indecisión de la mujer–: Sí, hágale la lucha. La cosa es que su hijo no pierda clases porque si empieza a retrasarse…
La recién llegada le ordena el cabello a su hijo, le recomienda que guarde silencio mientras ella habla con la directora y se persigna como si fuera a emprender una hazaña peligrosa.
II
–Las que pasa uno de mamá cuando trabaja. Y más si no
cuenta con nadie que la ayude –murmura Carmen mientras sigue con la
mirada a la desconocida.
–No te quejes. Tienes a tu suegra.–Sí, Magda, ¿y qué me gano? Ella dice que ya tuvo suficientes desmañanadas cuando sus hijos estaban chiquitos como para seguir levantándose a las cinco.
–Pues perdóname que te lo diga, pero esa señora es bien egoísta. Caramba, si sabe cómo te friegas en la pollería, ¿qué le cuesta ayudarte con tu niño? Total, que lo deje aquí y ya luego se regresa a dormir –concluye Magda enérgica.
–Mi suegra ya está grande –dice Carmen en tono de disculpa.
–Y tú, qué, ¿a poco estás muy jovencita?
El comentario de Alicia provoca la risa de sus amigas. Sólo Berta permanece indiferente y se limpia los ojos con el dorso de la mano. Alicia, al verla, se inclina hacia ella en actitud solidaria:
–Así de triste me ponía las primeras veces que dejé a mi Benny aquí. Con todo y que sabía que a las 12 iba a venir a recogerlo se me figuraba que jamás íbamos a volver a encontrarnos. Ándele, Berta, anímese. Piense que al ratito volverá por su niño. Me gusta su nombre: Ariel Iván. ¿Y ya sabe qué maestra le tocó? –le pregunta Carmen.
–Esa es buenísima –interviene Magda. A mi niña le dio clases en primero y la verdad, mis respetos, porque esa miss sí sabe enseñar y es bien chambeadora.
–Y muy comprensiva –interviene Rosaura. También fue maestra de Poncho. Cada mañana era una batalla para dejarlo en la escuela. Al despedirnos se tiraba al suelo llorando. Yo me hacía la enojada y lo amenazaba. Una tarde la miss Sarita me esperó a la salida y me aconsejó que en vez de asustar a Poncho tratara de entender por qué tenía miedo de quedarse solo en la escuela.
–¿Y cómo te lo explicó o qué? –vuelve a preguntar Verónica.
–Pues diciéndome que un niño se acostumbra a estar en su casa rodeado de personas conocidas. De pronto un día lo sacan y lo llevan a un lugar extraño con gente a la que nunca ha visto y se espanta.
–Uno, como ya es grande, no entiende eso y quiere que los niños se porten como adultos –reflexiona Estela.
–Por esas cosas, a mí no me gustaría ser chica otra vez –agrega Magda.
–A mí sí –Verónica mira al cielo–; está muy nublado. Se ve que va a llover temprano. Aunque la ropa que tengo tendida se me moje, me gusta la lluvia.
–Ay, Vero, no sé cómo le haces para estar siempre conforme y de buen humor –Carmen inclina la cabeza–: yo soy lo contrario. Hay días en que todo me pesa. Será porque Rogelio y yo seguimos arrimados con mi suegra y no siento ilusión de nada. A ti en cambio siempre te oigo contenta, haciendo planes.
–Trato de hacérmela fácil. Veo mi cuarto redondo y mis triques todos viejos y digo: es poco lo que tengo, pero tan siquiera no estoy en un hospital ni en el manicomio ni en la cárcel – Verónica no sabe interpretar el silencio de sus amigas–: a lo mejor están pensando que es otra de mis babosadas, pero a mí me funciona.
–Hablas como la sicóloga que nos está dando terapia a Rogelio y a mí –confiesa Carmen.
–Me hubiera encantado estudiar eso, pero ni siquiera pude terminar la primaria. Como fui la mayor de mis seis hermanos, mi mamá me puso a trabajar en una tortillería.
–Y entonces qué, ¿tu papá no daba dinero?
–Pues poquito, a veces, porque casi no vivía con nosotros. Como manejaba un camión se iba todo el tiempo a llevar mudanzas. Luego de repente se nos aparecía. Mi madre era feliz imaginando que él iba a quedarse. Pero no: la embarazaba y se iba.
–¿Y no lo odias por eso?
–Fíjate que no, Magda –Verónica descubre compasión en la mirada de su amiga–; no me tengas lástima porque no me fue tan mal: conocí a mi papá, lo vi muchas veces y hasta tengo fotos con él; en cambio, hay personas que jamás han visto ni verán a su padre.
–Como mi Benny –dice Alicia antes de alejarse.
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