jueves, 1 de diciembre de 2011

Chile: Nicanor Parra, poeta.

Nicanor tiene 97 años y vive en Las Cruces, un balneario de la Costa Central, a menos de cien kilómetros de Santiago, ubicada entre la Cartagena de Vicente Huidobro y la Isla Negra de Pablo Neruda. Equidistante de ambos. Su casa pertenecía a una vieja familia conservadora, hoy dueña de un holding tecnológico. Las Cruces mantiene cierto aire de familia tradicional chilena, austera, muy católica, aunque nunca falte entre sus miembros un elemento disonante. Ronda el fantasma de sus antiguos residentes. Hay unas cuántas casonas en las que la vida palaciega murió hace décadas. El pasto ha cubierto las escaleras y los pasadizos. Donde antes se tomaba té, hoy reina la cerveza. Nuestra seudo aristocracia abandonó el balneario al comenzar la década de los 70. Sus actuales habitantes escuchan reggaeton y no tienen pedigrí.

Desde la terraza de Nicanor –posiblemente el poeta vivo más importante de la lengua española, Doctor Honorary Fellow de la Universidad de Oxford, desde hace años candidato al Premio Nobel y, desde hoy, Premio Cervantes–, se ve toda la bahía y varias de las siguientes hasta llegar a San Antonio, el puerto más activo de Chile. Su jardín, que se prolonga prácticamente hasta la arena, hace meses decidió que no lo podaría más. Los arbustos crecieron como energúmenos y el bosque que nació desordenado tuvo durante un buen tiempo fascinado al antipoeta. En la parte inferior del terreno, uno de sus nietos encontró unas ramas muertas con unas hojas tan secas que quedaron reducidas a esqueleto. Transparentes, únicamente estructura. Nicanor se obsesionó con ellas y las mandó a buscar todas.

Ahora último le ha bajado un intenso amor por los tordos que llegan a la baranda, pero como el bosque se llenó de gatos, los tordos no pueden permanecer. Parra les puso un plato con migas pegado a una antena instalada arriba de una silla equilibrada encima de una mesa, donde los felinos no pudieran llegar y los pájaros hallaran un espacio de solaz. Pero los gatos fueron más fuertes. Actualmente trabaja en una torre bastante más alta y compleja, aunque no por eso menos destartalada.

Nicanor parece que hizo un pacto con el diablo. No consigue envejecer. Su cabeza rehúye la nostalgia y cualquier endiosamiento del pasado. Sus músculos suben escaleras larguísimas y soportan caminatas exigentes. Lo he visto saltar cercas para visitar casas abandonadas, y agarrarse la cabeza a dos manos cuando un viejo enajenado nos dice una frase sin sentido. “¿Lo conoces, Nicanor?” “¡Por supuesto, por supuesto! Es Cronos”, contesta. Acto seguido se burla murmurando “Qué ridículo más grande”.

Según él, la respuesta a la pregunta de cuánto debe vivir el hombre, al menos en occidente, tiene una respuesta: 33 años. La dio Cristo, ni más ni menos. Así el hombre muere con toda su dentadura, sonriente, y no con un puro diente colgando como una campana. Semanas atrás aseguraba que el problema de los problemas era la gingivitis, una enfermedad que afecta las encías y que lo tenía sangrando a ratos por la boca. Como desconfía de los médicos a los que considera parte de “la mafia de la salud”, improvisó un remedio casero de su autoría: morder con fuerza la carne blanca en las cáscaras de naranja, con fuerza, de manera que la sustancia cubra todas las heridas.

Ha puesto en circulación varias recetas para llegar con semejante vitalidad al final de la centuria: el consumo periódico y sustancioso de ácido ascórbico (en polvo y a cucharadas); la lactancia materna prolongada (si mal no recuerdo, lo escuché decir que la suya había durado hasta los siete años); dormir en abundancia (él se acuesta a las diez de la noche, se levanta a las once de la mañana y duerme siesta de cinco a siete de la tarde); y finalmente, mover el esqueleto. No hay día que no salga de paseo, a pie, por la calle Lincoln, con un gorro de tela vieja como el de los exploradores y un bastón, que a veces es un palo y jamás un producto de la alta cultura.

En su casa no hay calefacción; si hace frío, se abriga. La calefacción y los aires acondicionados –concluyó viviendo en Nueva York, como profesor invitado–, son fuente de enfermedades. Por eso se viste de modo particular: a veces, debajo del chaleco esconde varias capas de camisas y remeras. Ya no soporta los restoranes caros. Eso de que unos estén sentados comiendo mientras otros, uniformados, los sirven como esclavos, le resulta intolerable. Prefiere los boliches populares, donde los que atienden y los atendidos son iguales. Nicanor, dicho sea de paso, tiene una cierta aversión a los gordos. Todo lo que no le gusta de Chávez lo resume llamándole “El Gordo Chávez”. Alguna vez se entusiasmó con la candidatura política de Fernando Flores, un ex ministro de Salvador Allende y actual aliado de la derecha, pero al poco tiempo cayó en la cuenta de que no podía ser muy bueno, porque era gordo.

Políticamente hablando, Nicanor ha sido filo comunista, filo anarquista, apreciado y despreciado por la izquierda (a comienzos de los 70, según él embaucado, le aceptó una tacita de té en la Casa Blanca a la esposa de Nixon, y desde Cuba se piloteó su crucifixión), y liberal, en su sentido más originario, si por tal cosa se entiende al que no pierde de vista las luces y sombras del individuo. En Poemas y Antipoemas, a mediados de los años 50, escribió: “Yo soy el individuo./ Me preguntaron que de dónde venía./ Contesté que sí, que no tenía planes determinados./ Contesté que no, que de ahí en adelante.”

Hay pocos poetas tan inteligentes como Parra. Es científico (estudió física teórica en Chile, en EE.UU y en Oxford) y vivaracho. Fue de los primeros que se tomó en serio el ecologismo, cuando en nuestros países resultaba una extravagancia: “economía mapuche de subsistencia”, “Luz Natural o la Revolución de las gallinas: Hay que aprender de los que saben más: acostarse y levantarse temprano”, son parte de su ideario. Cuando ya todos comenzaron a suscribir esos principios, concluyó que en realidad el mundo no sucumbirá: “Lo salvarán los empresarios”, me dijo. “¿Sabes por qué? Porque cuando dejar de destruir sea más rentable que seguir haciéndolo, van a salvar el mundo”. La última vez que nos vimos, ya estaba dudando de esta aseveración. Antes sostuvo que el planeta tenía fecha de término. El cálculo apelaba a las reservas de petróleo y otras variables.

Defiende una máxima política fundacional: “CORRUPCIÓN SUSTENTABLE, VENCEREMOS”. El resto se lo deja a los ideólogos y a los operadores. A él le interesan “todas las cartas del naipe”. Para Nicanor, no sobra nadie, y hacer oído sordo a cualquiera de las voces que rondan es un pecado que bordea la estupidez. Está en las antípodas de los fanatismos y de las verdades reveladas. “¿Qué es la antipoesía?”, le preguntó mi hija el otro día, y él le contestó: “poesía”·. En su poema el Cristo de Elqui su personaje confiesa: “el verdadero Cristo es lo que es/ en cambio yo qué soy: lo que no soy”.

La obra de Nicanor ha sido admirada por los beatniks norteamericanos (Allen Ginsberg y compañía), por Harold Bloom y Roberto Bolaño, entre muchísimos otros. Lo han premiado casi hasta decir basta. Sus textos son estudiados en las más prestigiosas universidades del mundo. Viene de San Fabián de Alico –de Chillán a la cordillera–, y es el hermano grande de la Violeta Parra.

Poeta de las voces vivas; recopila frases y dichos, colecciona lugares comunes, lo conmueven las historias callejeras. Un jardinero vecino le contó que su mujer era algo fiestera, y que en su pueblo le hacían burlas insinuando que sus hijos no eran de él: “¿Y sabes lo que me dijo el jardinero? Que no le importaba, porque esos niños le decían ‘papá’.” Más tarde escribió La Sagrada Familia: Yo me llamo José Ella María / Y nuestro hijo idolatrado se llama Jesús / Se rumorea que yo no soy su padre biológico / Pero eso carece de importancia / Lo importante es que la Sagrada Familia está aquí / Yo me defino como su padre platónico / Qué quieren que les diga: / A mí me basta con que el caurito me diga papá / Animo! / PAZCUA FELIZ PARRA TODOS / Y muchas gracias por la atención dispensada.




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