jueves, 15 de diciembre de 2011

El deseo en el lodo.

El deseo en el lodo: hablemos de ‘El imperio de los sentidos’
Por: Anne Cé


."Una mujer que le dice a un hombre 'lávate las manos antes de tocarme' no merece ser amada". Esta frase de Elvira Lindo en su habitual columna dominical en EL PAÍS, un par de meses atrás, arrancó en esta lectora silente una sonrisa de aprobación.

Recordé una noche –la primera y la última– con un hombre que, a la hora de la verdad, me pareció algo desaseado y, sin embargo, me provocó deseo y toda la ternura que es dable esperar de uno de estos encuentros cinematográficos e irrepetibles que brinda una tarde, una ciudad cualquiera. Por lo demás, al margen de la ducha adivinada o sin adivinar, el señor besaba como los dioses y era un caballero, todo sea dicho.

Así, colgué el pensamiento fugaz de la Lindo en la red social por antonomasia, con sus correspondientes comillas, aludiendo complicidad, y una amiga pulcra me dijo que a ella no le gustaba que la tocaran con las manos sucias.
“¿Sucias de qué?”, levanté la apuesta, procurando poner una dosis de humor a un asunto que para las mujeres suele ser socialmente vergonzante. Es que (y ahora viene el pataleo) las chicas tenemos que estar –o parecer– siempre impecables, ante todo inodoras, y referir únicamente parejas bienolientes.

No obstante el respetable umbral del aseo (cosas de las medidas y de las medias tan difíciles de alcanzar), y como a muchos hombres, tampoco a las mujeres nos gusta nada que el señor se levante abruptamente, al cabo de la última contracción involuntaria, porque tiene que darse un baño.

A propósito, sobre estas tribulaciones mundanas pueden repasar los/as fans un episodio de Sexo en Nueva York, en el que Miranda se queja del galán que salta de la cama a la ducha tras una sesión romántica, dando a entender que un rato impregnado de humores femeninos lo hace sentir “sucio” (y no en el sentido ‘hot’ del término).

Cuando pienso en la sensualidad del asco (con perdón del oxímoron), se me aparece, vívida, la secuencia del vagabundo y la prostituta en la emblemática El imperio de los sentidos (Japón-Francia, 1976) de Nagisha Oshima. De un erotismo embriagador y violento, envuelto en vapores de té y flores de cerezo, nieve y sake, velos que se corren con las puertas de papel, aquel filme será recordado por el relato sin tapujos del amor compulsivo hasta el éxtasis de la muerte.
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Trailer de El imperio de los sentidos, de Oshima.

La cita fílmica, modesta en relación con todo lo que preanuncia, no es de las que ha pasado a la historia y por lo tanto, no suele incluirse en los trailers promocionales (los curiosos pueden indagar en los primeros minutos de cinta).

A algunos espectadores, sin embargo, la escena se nos grabó a fuego en la memoria y quizá esto esté muy vinculado con el asunto de marras: la suciedad. Oshima elige contar el pasado y el indulgente presente de Sada Abe con el pincelazo de su encuentro con un vagabundo viejo que la recuerda de cuando era su cliente y le ruega reeditar la pasión. El anciano, que malvive en las calles y duerme sobre el fango, ofrece lo que le queda de virilidad a la exprostituta que, misericordiosa, intenta resucitar una sexualidad agotada.

Debajo de los kimonos, la desnudez. En este fragmento de la sedienta Sada, la lujuria junto a la piedad… y el buen cine, que es capaz de resumir en dos trazos la naturaleza arrolladora del deseo.
Tras los créditos, todas las preguntas.
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