¿Podrá el olfato luchar contra la obesidad?
Un estudio científico ha demostrado que las personas anoréxicas tenían un olfato más fino que las obesas.
Elena Sevillano
Hace casi dos millones de años, el Homo erectus alejó su nariz del suelo, principal fuente de olores, y amplió su campo de visión. La información que procesaban sus ojos cobraba más importancia que la que le llegaba por las fosas nasales. Hasta el punto de que parece pertinente preguntar para qué le sirve el olfato al hombre del siglo XXI, que no tiene que husmear en busca de presas ni huir de depredadores. La respuesta obvia es para disfrutar de un manjar o para alertar de peligros como un escape de gas o un alimento en mal estado. «Para poco más», admite Vicente Ferreira, catedrático de Química Analítica de la Universidad de Zaragoza, quien sostiene que se trata de un sentido «relegado porque no es evolutivamente tan útil». Pero en absoluto perdido.
«El oftalmólogo te gradúa la vista, el otorrino te hace una biometría de oído, pero no existen herramientas para medir el olor; ni siquiera sabemos definirlo», tercia Laura López-Mascaraque, investigadora del Instituto Cajal, del CSIC, y presidenta de la Red Olfativa Española. Lo que no quiere decir que este sentido, el más sensible de todos y en el que están implicados en exclusiva 350 de nuestros 20.000 genes, no sea crucial. Las moléculas químicas que flotan en el ambiente son captadas por unas proteínas receptoras que se concentran, sobre todo, en el epitelio olfatorio, en las fosas nasales. Esa respuesta química se transforma en una señal eléctrica, procesada por el cerebro. Si se trata de un efluvio nuevo, lo aprenderemos; si ya estaba almacenado, lo reconoceremos y quizá active algún recuerdo por su relación con la memoria y las emociones.
«¿Sabías que hay gatos y monos que distinguen algunas plantas medicinales por el olfato?», pregunta Ferreira, que es también codirector del Laboratorio de Análisis del Aroma y Enología. La nariz ayuda a identificar entornos sanos, por eso limpiamos cuando algo hiede en nuestra casa o preferimos no pasar por un callejón con tufo a orín. «Todas las sustancias de aroma agradable que no son comida tienen propiedades antimicrobianas, antifúngicas, antisépticas o medicinales», sentencia. El olor guía a las crías hacia sus madres; en las grandes manadas conduce hasta el agua, inhibe el apetito sexual entre miembros de la propia familia, lo que evita el incesto y el empobrecimiento genético, y juega su papel en el apareamiento. El catedrático despliega una lista enorme de funciones que este sentido desempeña dentro del reino animal, y sugiere paralelismos con el hombre, mamífero al fin y al cabo.
Se han dado casos de personas que han rechazado a su pareja tras perder el olfato. Y aunque no hay base científica para afirmar que las feromonas humanas existen, sí se ha demostrado que las secreciones de las glándulas axilares pueden sincronizar los ciclos menstruales de mujeres que conviven; y las que segregan los hombres podrían atraer al sexo opuesto. A Ferreira no le parece descabellado pensar que las moléculas odoríferas actúan no solo como comunicadores de nosotros respecto al exterior, sino también como llaves que «abren puertas en las células». Es decir, que tienen bioactividad, capacidad para producir modificaciones en los sistemas endocrinos, hormonales. «Todo está muy en pañales», admite López-Mascaraque.
Al olfato se le había prestado poca atención hasta los avances de Richard Axel y Linda B. Buck, premios Nobel de Medicina en 2004 por «sus descubrimientos de los receptores odorantes y la organización del sistema olfativo». Hay trabajos sobre cómo algunos ancianos dejan de comer a medida que pierden nariz. Y otros, en EE UU, que tratan de condicionar la conducta de personas obesas incorporando olores desagradables a sus platos más calóricos. Un estudio de la Universidad de Cincinnati, publicado este año, revela que la hormona ghrelina (que se sabía que estimulaba el apetito y el almacenamiento de la grasa) mejora la capacidad para detectar los alimentos mediante su olor. Sin embargo, personas anoréxicas, sometidas a restricción alimentaria, demostraron un olfato más fino que las que sufrían sobrepeso o eran obesas, según los primeros avances del estudio liderado por Fernando Fernández-Aranda, director de la Unidad de Trastornos Alimentarios del Hospital de Bellvitge y jefe de Grupo del CIBERobn (red nacional de investigadores que trabajan en obesidad y nutrición, auspiciada por el Instituto de Salud Carlos III).
El descubrimiento pone en entredicho que la relación entre gordura y gratificación por la comida sea tan clara y directa; apunta más bien a una «no adecuada percepción gustativa y olfativa». Y deja con la duda de qué fue antes, el huevo o la gallina: si este sentido se agudiza con el ayuno (y se ve mermado con la ingesta excesiva) o si es la capacidad olfativa la que podría condicionar el desarrollo de anorexia u obesidad. «No hay evidencias para asegurar que el exceso de kilos empieza en las fosas nasales», explica el doctor. Sí para afirmar que el olfato (junto con el gusto) forma parte «no secundaria» del complejo cóctel biológico, hormonal, fisiológico y psicológico que subyace en las situaciones extremas de peso y de los mecanismos que regulan la saciedad y el apetito.
La ciencia empieza a buscar acciones terapéuticas. Los experimentos con ratones liderados por Veronika Somoza, catedrática de la Universidad de Viena, arrojan conclusiones significativas: los roedores expuestos a limoneno (sustancia que se extrae de la cáscara de los cítricos) presentaban menos apetito, y los que olían una esencia de lavanda 15 minutos diarios pesaban un 14% menos a los 35 días, lo que se atribuye a una mejora en su capacidad de metabolizar grasas. El linalol (olor a moscatel) seda; el tomillo estimula. Hay algún estudio en pacientes, pero la mayoría se centran en roedores. El salto a humanos se perfila enorme. No insalvable.
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