Qué pasa si los padres exigen demasiado?
A menudo se critica la laxitud de los padres, pero educar no es tarea fácil, y si unos pecan por defecto, otros lo hacen por exceso y piden a sus hijos que sean obedientes, educados, inteligentes, ¡perfectos! ¿Conviene exigir tanto?
Exigir demasiado a los hijos
Poco rentable
Pasarse el día diciendo a los hijos lo que han de hacer y plantearles unas altas exigencias puede parecer inicialmente rentable, porque cuando son pequeños, por agradar a sus padres, los niños se esfuerzan por cumplir sus órdenes. Pero a medida que crecen, esa presión se transforma en daños.
Poca espontaneidad
A la pasividad y la baja autoestima suman el temor a que lo que hagan o digan no encaje en los objetivos o intereses que los otros han marcado para ellos.
Dependencia
Esperan que alguien les diga lo que han de hacer y que alguien les controle desde fuera.
Inseguridad
Piensan que nunca hacen suficiente, que son inadecuados, que han de demostrar constantemente su valía.
Pasividad
Siempre esperan instrucciones o que las cosas las resuelvan otros.
Agresividad
A veces intentan escapar a la angustia, el rencor y la culpabilidad que sienten rebelándose, y descargan la agresividad que acumulan sobre ellos mismos o sobre otros, como los hermanos pequeños o sus compañeros de escuela.
Ansiedad
La inseguridad hace que cualquier cambio de situación, prueba o nueva relación los angustie.
Frustración
Si los objetivos que les exigen son inalcanzables, se frustran. Y si se vuelven perfeccionistas y esclavos del detalle, también, porque ven que no pueden controlar todo en la vida.
Baja autoestima
La falta de reconocimiento a sus logros, la ausencia de autonomía y de automotivación hace que terminen teniendo una mala imagen de sí mismos.
Poca emotividad
Inhiben sus deseos y sentimientos porque viven pendientes de las obligaciones, de “lo que hay que hacer”.
Si el niño saca un ocho en el examen le instan a esforzarse para que la próxima vez sea un nueve. Y si logra el nueve, le reclaman un diez. Recuerdan constantemente que hay que recoger el baño después de cada ducha, que hay que doblar la ropa limpia y poner la sucia en el saco de lavar, que hay que obedecer y acudir a la primera cuando le llaman… Hay que, hay que…
Son pocos los padres que no desean grandes cosas para sus hijos. Pero entre desearlas y fijarlas como objetivo hay un trecho. Y ese es el que suelen recorrer los padres convencidos de que sus hijos rendirán más si ellos son muy exigentes, si en lugar de felicitarles por lo ya conseguido remarcan lo que aún tienen pendiente. Puede parecer que en una sociedad en constante lamento sobre la falta de cultura del esfuerzo, sobre la falta de límites y de tolerancia a la frustración con que crecen las nuevas generaciones, este tipo de padres exigentes son una especie en extinción. Sin embargo, psicólogos y pedagogos aseguran que no es así, que son muchas las familias que presionan a los hijos, especialmente en el ámbito académico, y que este exceso de exigencia está detrás de muchos de los problemas que llegan a sus consultas.
“Hoy los padres quieren hijos bien formados, competitivos, con buenas notas, y muchos exigen altos rendimientos sin tener en cuenta si sus hijos pueden o no alcanzar ciertas metas o sin preocuparse de si los chavales comparten los mismos intereses o cómo se sienten”, indica Isabel Menéndez Benavente, psicóloga especializada en niños y adolescentes. Su colega Gonzalo Hervás, profesor de Psicología en la Universidad Complutense, enfatiza que, aunque algunos donde más aprieten sea en el ámbito académico, la mayoría de padres exigentes suelen serlo en todo: en el orden, en las tareas de casa, en los horarios, en el deporte, en las actividades de ocio… porque tienen la exigencia y el deseo de perfección como valor de su filosofía familiar. Quizá porque, como apunta Tiberio Feliz, profesor de la facultad de Educación de la UNED, “la exigencia es una forma de ser”.
Y ¿qué ocurre cuando se pide demasiado? Todo depende de las capacidades, de los intereses y del carácter del niño. Si puede y quiere alcanzar las elevadas metas que le marcan, es posible que tenga un rendimiento óptimo y acabe desarrollando una personalidad exigente y perfeccionista, como la de sus progenitores. Si los objetivos le resultan inalcanzables o no le gustan, se frustrará, se bloqueará o se rebelará. En todo caso, lo normal es que acabe siendo una persona insegura, dependiente, con baja autoestima, predispuesta a la ansiedad y con poca emotividad y espontaneidad. ¿Por qué?
De entrada, porque los padres exigentes con frecuencia aplican un estilo educativo autoritario, se muestran intransigentes y tratan de controlar todo lo que hacen sus hijos para que respondan a sus objetivos.
“Los padres democráticos pueden ser exigentes, pero si están acostumbrados a llegar a acuerdos, la exigencia se verá compensada y rebajada mediante la discusión y consenso con los hijos, de forma que es más difícil que caigan en el exceso”, reflexiona Tiberio Feliz. Y explica que cuando los padres se pasan de exigencia, cuando presionan para que el hijo responda a su proyecto y están permanentemente encima de él diciéndole lo que ha o no ha de hacer, se provoca dependencia. “De pequeños pueden resultar muy obedientes y ordenados, pero son niños con poco criterio y poco autónomos, y eso puede dar problemas cuando sean adolescentes y adultos; porque si no interiorizan los valores les resultará difícil tomar decisiones y esperarán que alguien les diga lo que han de hacer”, explica el profesor de la UNED. Hervás coincide en que los hijos muy exigidos, sobre todo cuando la exigencia no va acompañada de un fuerte colchón afectivo, acaban siendo muy inseguros.
“Si los padres exigen y no dan muestras de afecto de forma frecuente, los niños se sienten frágiles y creen que si no cumplen los objetivos que les ponen serán rechazados; eso les crea inseguridad y acaban siendo personas que tratan de demostrar constantemente lo que valen, lo que las predispone a la ansiedad, al miedo y a las fobias; a algunos, los perfeccionistas, la inseguridad les hace esclavos del detalle y viven frustrados porque no siempre logran lo perfecto, y a otros la inseguridad les bloquea y les convierte en personas muy pasivas”, comenta.
Isabel Menéndez afirma que es frecuente encontrar en la consulta chavales convencidos de que sus padres les quieren en función de las notas. “La mayoría de padres llevan al hijo al psicólogo por fracaso escolar, porque su rendimiento bajó de sobresaliente a notable, y luego ha suspendido, y no entienden que está pasando; no entienden que el chaval se siente culpable por no traer buenas notas, que piensa que ha decepcionado a sus padres y que mientras estos siguen presionando con el rendimiento él no se siente apoyado y está sufriendo una depresión cronificada o una situación de desasosiego que le bloquea o que le lleva a adoptar conductas de riesgo, o a hacer gamberradas”, relata. Y critica que con frecuencia, cuando les cuenta a estos padres que su hijo tiene problemas de autoestima, de ansiedad o de depresión, “lo único que me preguntan es si salvará el curso”.
Menéndez explica que muchos de los bajones en el rendimiento o los deseos de dejar los estudios durante la adolescencia tienen que ver con las presiones que los padres han ejercido en esos niños desde pequeños. “Cuando se exige y se exige se causa estrés en los niños y, al llegar a la adolescencia y a los cursos más difíciles de la ESO o del bachillerato, muchos de esos chavales se rompen; unos rompen con un descenso de sus notas y trastornos de conducta, y otros queriendo dejar de estudiar porque están hartos, cansados y se rebelan”, indica.
Àngel Casajús, pedagogo y profesor de Didáctica de las Ciencias Experimentales y la Matemática en la Universitat de Barcelona, coincide en que no por mucho apretar a los chavales van a rendir más en la escuela. “Si la exigencia es acorde con las capacidades e intereses del niño y desde casa hay una conciencia razonable y equilibrada, y se le anima en la tarea, el rendimiento llegará a ser óptimo, pero será contraproducente si estas variables no se dan”, comenta.
Y explica que si no se tienen en cuenta las posibilidades del niño, este pasará por tres etapas: primero, por agradar a sus padres, intentará alcanzar las metas que le exigen; posteriormente, si no posee las capacidades para ello, se dará cuenta de que no puede alcanzarlas por más que lo intente; y, por último, ante esa incapacidad, acabará elaborando una idea negativa de sus propias habilidades, pensará que no sirve para nada, que todo le saldrá mal, y dañará su autoestima.
Los expertos aseguran que este daño es especialmente claro en el caso de los padres que siempre destacan lo negativo por encima de lo positivo, que piensan que si reconocen al chaval las cosas buenas se relajará y, para que rinda más, siguen exigiendo y exigiendo. “El hijo acaba con la sensación de que, haga lo que haga, nunca lo hace bien y nunca es bastante, siempre falla y sus padres nunca se sienten orgullosos de él”, explican. Y el niño que se considera inútil y que no sirve para nada acabará siendo un joven sin iniciativa, apático y desganado.
Por otra parte, Tiberio Feliz advierte que, cuando los niños crecen obsesionados con lo que han de hacer y nunca se tiene en cuenta lo que les apetece hacer, inhiben el afecto y los sentimientos, y al crecer serán personas con poca emotividad, que no saben automotivarse porque no han desarrollado intereses propios.
Entonces, ¿cuánto hay que exigir? ¿Cuándo es demasiado? “Si necesitas estar siempre encima de los niños para que hagan las cosas, quizá deberías pensar si te estás pasando de exigente”, responde Tiberio Feliz. Y aclara que el nivel de exigencia ha de ser tal que permita que el niño se comporte de forma autónoma, porque si no aprende a ser autónomo, quizá sea obediente, pero no le servirá en la vida porque los padres no podrán estar siempre detrás de su hijo para que haga o diga lo que deba. Isabel Menéndez enfatiza que cada hijo es distinto, y que para saber qué y cuánto exigir hay que conocerlos.
Àngel Casajús, por su parte, asegura que se puede ser exigente sin causar daños. Es lo que hacen los padres que él llama autoritativos, que se diferencian de los autoritarios “en que son exigentes pero contemplan las necesidades e inquietudes de los niños y adolescentes y, aunque son firmes en sus reglas y castigan si es necesario, promueven una comunicación abierta donde se calibran las capacidades, intereses, motivaciones y aptitudes, de forma que exigen en la medida en que el niño puede rendir”.
Según los expertos, el exceso de exigencia suele ser un problema de actitud. “El nivel de exigencia puede ser alto, pero si va acompañado de una buena comunicación, de muestras de cariño y de un buen colchón afectivo, cuando el niño no consiga el objetivo no pensará que está condicionando el afecto de sus padres, pensará que puede llevarse una bronca pero que no por eso van a dejar de quererle”, resume Gonzalo Hervás. Porque no caer en un exceso de exigencia tampoco significa ser negligente y dejar que los hijos crezcan a su aire. Si los padres no marcan límites y se muestran indiferentes a los problemas de sus hijos estos también crecen con inseguridad, tienen problemas para integrarse en equipos de trabajo porque no están acostumbrados a seguir normas y reglas, no saben esperar para conseguir logros y se rinden rápidamente ante las dificultades.
“Los padres son responsables de organizar la vida cotidiana y el proyecto de educación de sus hijos y han de tener claro el objetivo y la forma de funcionar –organizar horarios, usos de la cocina, del baño, lo que se puede o no hacer, etcétera–, pero a la hora de construir ese ecosistema familiar han de basarse en la comunicación y en el conocimiento de sus hijos, permitir que estos participen progresivamente y saber motivarlos para que cumplan los acuerdos”, indica Tiberio Feliz.
Hervás precisa que una cosa son los límites, que tienen que ver con cumplir una serie de mínimos y se ponen de pequeños (fundamentalmente hasta los cinco o seis años), y otra la exigencia, que aparece más tarde, cuando son más mayores, “y no tiene tanto que ver con cumplir o no las normas sino con la graduación, con los objetivos que se platean al niño y lo que se espera de él”. Y es a la hora de ajustar esas metas cuando hay que conocer bien y tener en cuenta al niño, “porque uno puede pensar que le exige buenas notas porque tiene una buena capacidad intelectual sin valorar que quizá no ha desarrollado la madurez, no tiene método de trabajo o le falta autocontrol, y que eso no le permite rendir”, ejemplifica.
Una forma de ser
El exceso de exigencia responde, en general, a una forma de ser, a una personalidad insegura que necesita controlar todos los pormenores. De ahí que la mayoría de padres exigentes sean también personas muy autocríticas y perfeccionistas con ellos mismos, que cuando ven que los hijos no están cumpliendo sus ideales de perfección se sienten molestos y cuando abandonan una actividad en la que destacan piensan que están desperdiciando su talento.
“La persona exigente es estricta y demandante, quiere que las cosas sean de una forma determinada, lo pide, y va a intentar que se haga así, sea él, la pareja o los hijos quienes lo hagan; y en el caso de los hijos, como están en inferioridad de condiciones, es fácil que caiga en el autoritarismo para conseguirlo”, reflexiona Tiberio Feliz. Añade que el estilo de vida actual, apresurado, también influye en la tendencia a aprovechar la superioridad paterna para usar la vía corta y rápida del autoritarismo, porque escuchar, negociar y llegar a acuerdos exige más tiempo que mandar “porque soy tu padre” o “porque yo sé qué es mejor para ti”.
Pero que apretar en demasía las tuercas a los hijos responda a una manera de ser, a una personalidad perfeccionista, no quiere decir que no pueda paliarse. “Lo primero es darse cuenta de que se ha de cambiar, porque la persona exigente normalmente cree que lo correcto es exigir mucho y, si lo cree correcto, no lo querrá cambiar”, apunta el profesor de Educación de la UNED. Si uno está decidido a corregirse, su consejo es buscar momentos para reflexionar, para revisar qué hace y que siente, para darse cuenta que está poniendo las metas, lo que ha de hacer, por encima de lo que siente o desea. Dice que llevar un diario puede ayudar mucho a pensar: “Si apuntas qué has hecho, qué has descubierto, qué te ha quedado pendiente, qué cosas buenas te han pasado…, luego, al revisarlo, te das cuenta de qué valoras en la vida, rescatas lo bueno, mejoras la autoestima, y ves que igual no hace falta ser tan exigente porque hay cosas que no dependen de nosotros”.
Otra buena herramienta, asegura Feliz, es pensar qué tres cosas buenas te han pasado en el día antes de meterte en la cama, y hacer ejercicio físico. “Una buena opción es pasear a diario, en pareja o en familia, porque eso nos relaja y nos permite romper con la cadena que nos ocasiona tensiones, y las tensiones nos hacen ser más estrictos y pensar de forma monolítica”, indica.
Buscar tiempos comunes con los hijos para jugar, charlar, discutir qué se hará el fin de semana, hablar de gustos y de emociones, y disfrutar de momentos de ocio en común son otros de sus consejos para mejorar la relación familiar. “Se trata de repensar el ecosistema familiar para que todas las partes se integren y no requieran un cerebro pensante que organice por todos”, resume.
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