El Estado boliviano en formación... y en discusión
Guillermo Almeyra
Bolivia siempre tuvo un cuasi Estado. De ahí las guerras siempre perdidas, los continuos alzamientos y golpes de Estado y la permanente inestabilidad política pues, entre presidentes interinos o electos y los resultantes de un golpe militar, suma 98 desde su independencia hasta hoy (contra los 55 de Argentina que, sin embargo, vivió continuas turbulencias desde 1955 hasta 1983; o los 68 de la tan accidentada historia mexicana, o los 55 chilenos, incluyendo las dictaduras).
El Estado criollo nacido de la Independencia tenía dos “pisos”: en el superior actuaba la ínfima minoría de blancos y mestizos, una oligarquía minera-terrateniente, y en el inferior, la inmensa mayoría indígena de la población, dividida a su vez por etnias y lenguas y marcada por el recuerdo de la opresión de los kechuas incaicos sobre los urus y los aymaras y por la cooptación, por los conquistadores, de la élite de las etnias indígenas, que fue culturalmente asimilada.
El aparato gobernante era prebendario: se compraban los puestos de recolectores de impuestos y los principales cargos públicos, incluido el aparato judicial y, hasta 1952, un pacto tácito establecía que al vencedor de las elecciones le correspondía la presidencia, al segundo la embajada en Londres y al tercero la de Buenos Aires. Esta situación instauraba la generalización de la corrupción; el aparato estatal era un mero botín, los cargos dependían de las clientelas y la mayoría no pensaba en el bien de todos sino, por el contrario, en que lo que era de todos podía ser apropiado.
La unidad nacional jamás existió. La mayoría de la población, campesina e indígena, se refugiaba en lo local y lo regional, en su territorio, y defendía como podía la vida comunitaria en los restos de los ayllus, ya muy modificados por la Conquista al quitarles la variedad de territorios y climas y concentrar su población en pueblos de indios más controlables. La mayoría de la población se regía por el regionalismo y, a pesar de que la lengua oficial era el castellano, en el mejor de los casos éste era la segunda lengua, mal aprendida y peor utilizada, salvo por una élite mestiza que recibía las ideas de Europa vía Buenos Aires. El yugo de la ignorancia pesaba sobre la mayoría, le impedía ejercer la ciudadanía, favorecía el surgimiento de caudillos.
Con el Tata Belzu, que fue presidente desde 1848 hasta 1855, y con los militares nacionalistas David Toro, Germán Busch y Gualberto Villarroel, que derribaron al régimen que había llevado a la derrota en la guerra del Chaco a principios de los años 1930, las clases y las etnias oprimidas trataron de sacudirse de encima esa combinación de colonialismo interno, racismo y superexplotación capitalista.
La sublevación obrera de julio de 1952 que derribó al gobierno de los oligarcas y mineros propició la modernización y unificación de Bolivia y la creación de un Estado moderno, pues abrió el camino hacia la ciudadanía a los campesinos-indígenas e instauró un régimen de dualidad de poderes entre, por una parte, el anticapitalismo y el comunalismo de los trabajadores organizados en sindicatos y, por otra, el aparato de Estado capitalista centralista creado por imitación de sus vecinos, que mantenía la misma política extractivista, depredadora de los liberales, a la cual agregaba matices desarrollistas. Esa modernización capitalista creó una escasísima burguesía nacional, ligada al capital financiero internacional, y difundió masivamente ideas anticapitalistas y obreras, como el sindicalismo o la autorganización, en un país que casi no tenía obreros.
Los trabajadores, en el sentido más amplio de la palabra, disputaron el Estado a la debilísima burguesía, construyendo desde abajo las bases de otro paralelo, y disputaron el futuro del país.
La revolución que llevó a Evo Morales al poder fue una combinación de varias revoluciones simultáneas. Es decir, de la lucha por la descolonización, de la revolución por la igualdad entre las etnias y por la democratización del país, de sus instituciones y de la cultura, y de la lucha por la independencia real de Bolivia y por el fin de la explotación y la opresión. La nueva Constitución, que creó un Estado plurinacional y pluricultural, reconoció las lenguas indígenas como oficiales y estableció la elección popular de los jueces y la revocación de los mandatos en los poderes del Estado.
Pero, por un lado, fue fruto de un compromiso entre las clases y los sectores políticos opuestos y, por otro, no cambió la situación real ni la relación de fuerzas entre los mismos, relación que constituye la esencia misma del Estado. De ahí que el gobierno deba mediar continuamente entre los localismos y regionalismos, entre las etnias y las autonomías, así como con la oposición por los bienes comunes entre Sucre y Potosí o Cochabamba y Tarija o entre los indígenas que viven de los recursos forestales del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TPNIS) y los guaraníes también del TIPNIS, que creen que una carretera que atraviese el parque les permitirá un mayor acceso a los mercados.
El Estado, según la Constitución, es plurinacional, pero el gobierno, para seguir exportando gas y minerales, aplica una política unitaria, jacobina, centralista, que subordina las autonomías a las necesidades de un neodesarrollismo extractivista, que afecta gravemente al ambiente. Dadas la dependencia de Bolivia del mercado capitalista mundial y la escasa magnitud del ahorro nacional, ¿sigue siendo posible una alternativa a la unificación desde arriba, por la vía de Bismarck, y al reforzamiento capitalista del aparato estatal? Además, ¿ella está en el pasado indígena o en una federación socialista de Repúblicas de América Latina? Eso es lo que hay dirimir.
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