domingo, 5 de febrero de 2012

Capote en mente.

Capote en mente
Bárbara Jacobs


Pasaron una o dos semanas antes de que me empezara a preocupar cuando dejé de ver al señor del bastón, que pedía limosna cerca del semáforo de la glorieta de los lobos (a la que yo llamo de Rómulo y Remo), en el cruce de Universidad y Miguel Ángel de Quevedo.

El punto que digo puede ser desesperante, sobre todo a determinadas horas y cuando no hay fines de semana largos o vacaciones. Por lo mismo, la variedad de vendedores ambulantes y todo tipo de malabaristas, mimos, voceadores de prensa, anunciantes de servicios y comercios, miembros del Ejército de Salvación o la Cruz Roja en campaña de recaudo de fondos, es amplia y, si uno está de buen humor, o dispuesto a ponerse de buen humor, es una variedad de festejadores de veras entretenida.

Mil veces me he sentido Truman Capote que sigue a cualquiera de estos personajes a lo largo de un día y luego se sienta a contar su historia, con su anuencia o sin ella. Pero en eso cambian las luces y tengo que arrancar y dejo el relato a medias, hasta que vuelvo a caer en la tentación de creerme capaz de imitar la realidad. No quiero hablar de los pordioseros ni de los chicos que lavan el parabrisas por unos cuantos pesos, porque mentiría si pretendiera ser capaz de conocer de veras a cualquiera de ellos. A un organillero, quizás; pero nunca a un tragafuegos, a un cuidador callejero de coches o a la clochard de Julio Cortázar.

Me interesan, me conmueven, a veces me divierten. Pero su vida está cerrada para mí incluso en la imaginación. Por más que me empeñara en negarlo, o en sobreponerme a esto, es un hecho que nuestro aspecto nos separa (nuestra educación, nuestros mundos respectivos). Sería imposible que ninguno de ellos me admitiera en su vivienda, ni siquiera si su vivienda fuera a la intemperie, arrinconada en un callejón sin salida, atrincherada por pilas de periódicos viejos.

El señor del bastón era otra cosa. Llegué a creer que se trataba de un viejo periodista en busca de tema que reportear. Él no podía ser un pordiosero real. Su ropa se veía usada, pero de buena calidad. Su manera de saludar y dar las gracias era la de una persona educada. Llegué a creer que recorría la fila de coches parados ante el semáforo sólo para entretenerse en las mañanas, en las horas pico, para reírse un poco de nosotros que todavía teníamos prisa para llegar a nuestro trabajo o nuestra universidad. Él ya estaba jubilado. Ya era un hombre libre, como había querido ser toda su vida, mientras fue el portero de confianza de un periódico, o el chofer del dueño de una imprenta, o el jefe de meseros del restaurante de un gran hotel de lujo y tradicional.


Se posesionó tanto de su personaje, cualquiera que fuera su personaje, pordiosero, escritor, chofer, que una vez, al entrar a una panadería me topé con él, que se encaminaba a salir, y lo vi comer una pieza de pan dulce con la voracidad de alguien que ha pasado hambre, y que, al juntar unos centavos y por fin poder llevarse algo a la boca, descuida modales y todo otro miramiento, y se concentra únicamente, egoístamente, en satisfacer su necesidad de comer, nada más, piense uno de él lo que piense, resiéntase quien se resienta porque él no lo saludara ese día, a primera hora de la tarde.

El señor del bastón era un hombre en sus ochentas, corpulento, limpio y sonriente. Cojeaba, pero con elegancia, como si supiera que, aunque impedido, era un hombre fino, con gracia. He olvidado decir que usaba sombrero, pero es porque he olvidado el tipo de sombrero que llevaba puesto. ¿Era una boina? ¿Gris? A veces no se rasuraba la barba, y el vello era blanco y tupido.

Me recordaba a mi papá, quizá porque cuando empecé a encontrarme al señor del bastón en la glorieta de Rómulo y Remo, mi papá acababa de morir y yo seguía buscándolo y queriendo encontrarlo en quien me lo recordara, pordiosero, periodista retirado, viejo chofer del dueño de una gran imprenta.

Nadie supo nunca por qué hasta hace poco me empeñaba en salir a la hora pico sin tener en realidad a dónde ir. Llevaba lista conmigo una moneda de 10 pesos. Muchas veces, apenas la depositaba en la palma de la mano del señor del bastón, y lo oía darme las gracias, y lo veía sonreír y ladear la cabeza casi imperceptiblemente, rodeaba la glorieta y regresaba a mi casa, tranquila, después de haberme asegurado de que ese día mi papá no iba a regresar a la tumba con el estómago vacío.

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