La cultura de la queja
Irene Orce
“Nunca debe el hombre quejarse de los tiempos en que vive, pues no le servirá de nada. En cambio, en su poder está en mejorarlos”, Thomas Carlyle
La queja es una compañera fiel. Nos visita cada mañana cuando suena el despertador. Aparece en todo atasco de tráfico. Nos hace compañía en la cola del supermercado. Siempre atenta, acude cada vez que se da un inesperado cambio de planes. Nos escolta durante nuestra jornada laboral y nos asiste cada vez que oímos mencionar la crisis. Y jamás se pierde la llegada de la factura de la tarjeta de crédito. Es moneda de cambio común en todas las conversaciones. Nos quejamos de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestro jefe, del gobierno y de la oposición… A menudo, cuando algo no funciona protestamos antes, durante e incluso después de arreglarlo. Es así como, poco a poco, entre todos vamos construyendo y perpetuando la cultura de la queja.
Hemos sacrificado muchas horas en el altar de la protesta y el lamento, pero ¿alguna vez nos hemos planteado cuál es su coste real? ¿Qué nos aporta la queja? ¿Cuáles son los resultados emocionales que se derivan de esta actitud? Y ¿de qué manera influye en nuestras relaciones? En un primer momento nos ofrecen una zona de confort, un espacio que nos permite evitar, aunque sea temporalmente, enfrentarnos a aquello que requiere solución. Sin embargo, el consuelo que brindan se evapora con rapidez. La satisfacción de nuestras necesidades depende de nuestra capacidad de resolver problemas, contratiempos y conflictos. Y la queja constante merma nuestras posibilidades y recursos para lograrlo.
En última instancia, cuando nos quejamos no mejoramos ninguna situación. Más bien contribuimos a crear más malestar y potencial conflicto a nuestro alrededor. Eso no significa que no podamos compartir con los demás todas aquellas cosas con las que no estamos de acuerdo, simplemente darnos cuenta de que utilizar la protesta y la crítica a discreción puede resultar altamente perjudicial para nuestra salud emocional y la de quienes nos rodean. De ahí la importancia de hacernos más conscientes de la presencia y los efectos que tienen en nuestra vida, para aprender a regularlas y gestionarlas de manera más eficaz y menos dañina.
El foco de atención
“Sin razón se queja del mar el que otra vez navega”, Séneca
Vivir instalados en la queja resulta cómodo. En ocasiones, incluso útil. No en vano, cuando nos quejamos buscamos que otros se encarguen de solucionar nuestros problemas. Pero también nos incapacita. Nos lleva a estancarnos en el problema, en vez de llevarnos a construir la solución necesaria. Y a poner el foco de atención en lo negativo de la situación, en vez de valorar las alternativas que se abren ante nosotros. Poco a poco, va tejiendo una pantalla que nos inmuniza contra la responsabilidad. Así, vamos delegando en los demás las causas y las consecuencias de nuestras emociones, acciones y conductas. Nos convertimos en víctimas de nuestra realidad. Quedamos a merced de nuestras circunstancias, deseos y expectativas. Y cuando éstas no se cumplen, aumentamos nuestra cosecha de malestar.
Quienes viven instalados en la queja no son ajenos a la amargura. Si aspiramos a romper la influencia negativa de esta adicción, tenemos que comenzar por abrir el campo de visión y sumar en perspectiva. Ante cualquier contratiempo, podemos optar por buscar culpables y caer en la trampa de la discusión. Pero también podemos tomarnos el espacio necesario para transformar la queja, la crítica y el juicio en una propuesta constructiva. Tal vez no podamos cambiar nuestras circunstancias, pero sí podemos cambiar nuestra manera de interpretarlas. Para lograrlo, tenemos que romper el patrón negativo de pensamiento que nos lleva a operar desde nuestras carencias. Y el primer paso para conseguirlo es aprender a valorar todo aquello que damos por sentado.
De ahí la importancia de recuperar el arte de agradecer. De la mano del agradecimiento surge de forma natural la valoración, es decir, la capacidad de apreciar lo que somos, lo que tenemos y lo que hacemos en el momento presente. Lo cierto es que cuanto más valoramos nuestra existencia, más abundancia experimentamos en la dimensión emocional de nuestra vida. Y cuanto más nos quejamos, más escasez padecemos. Prueba de ello es que aquello que no valoramos solemos terminar perdiéndolo.
El arte de valorar y agradecer
“El secreto de la felicidad está en aprender a valorar lo que tenemos y dejar de lamentarnos por lo que perdimos”, Anónimo
En opinión de los expertos, “nuestra capacidad de valorar lo que tenemos es precisamente lo que nos permite disfrutar plenamente de nuestra existencia, centrándonos en lo que está a nuestra disposición y no tanto en lo que nos falta”. Sin embargo, en general nos regimos según la conocida ‘ley de Murphy’. Esta teoría popular y pesimista tiene como finalidad explicar los infortunios que acaecen en nuestro día a día. En esencia, establece que “si algo puede salir mal, saldrá mal”. Y esta afirmación se aplica tanto a las situaciones banales como a las cuestiones más trascendentes. Así, siguiendo los dictados de la ley de Murphy, tendemos a enfatizar aquellos hechos que nos perjudican o que directamente no nos benefician. Y esta es la razón por la que cada vez que una rebanada de pan untada con mantequilla se nos cae al suelo, la mayoría de nosotros tendemos a recordar más vívidamente las veces en que cae con el lado de la mantequilla hacia el suelo. Es decir, que solemos quejarnos cuando esto ocurre, pero no solemos acordarnos cada vez que cae del lado opuesto. O incluso de cuando ni siquiera se nos cae.
Cabe señalar que existen alternativas a esta percepción egocéntrica. Cada vez más seres humanos están empezando a regirse por los principios que establece la denominada ‘ley de Wurphy’. Y ésta se basa en una simple premisa: “Aprender a vivir el misterio de la vida con asombro, dándonos cuenta de que el simple hecho de estar vivo es, en sí mismo, un regalo maravilloso”. Lo cierto es que en base a esta toma de consciencia ya no damos nada por sentado. Al percibir la realidad desde la óptica de la ley de Wurphy, encontramos cada día cientos de detalles cotidianos por los que sentirnos profundamente agradecidos. No en vano, la mayoría de nosotros dormimos sobre una cama y bajo un techo. Tenemos acceso a agua potable. Y a ciertos lujos con los que mantener nuestra higiene. Encendemos el grifo y sale agua caliente a propulsión. Comemos cada día. Tenemos nevera. Y despensa. Etcétera, etcétera, etcétera…
No hay mejor antídoto contra la cultura de la queja que la cultura del agradecimiento. No en vano, nos brinda la perspectiva necesaria para responder de la manera más eficiente, responsable y consciente posible ante los retos e imprevistos que surgen en nuestro día a día. En última instancia, nuestra capacidad de apreciar y valorar lo que sí forma parte de nuestra vida es infinita, tan ilimitada como lo es nuestra imaginación. El reto está en acordarnos cada vez que la tostada cae con el lado de la mantequilla hacia arriba. Y hacerlo también cuando no se nos cae. Incluso apreciar y valorar el hecho de podernos comer una tostada siempre que nos apetezca. Depende de nosotros: podemos decidir saborear la tostada…O quejarnos de que no queda mermelada.
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