La prueba de ácido: primera reacción
Jorge Eduardo Navarrete
Es frecuente que se caracterice la relación con Estados Unidos como la prueba de ácido de la política exterior y de la diplomacia de México. No son pocas las razones que respaldan este aserto. Es también común el planteamiento de que para este país no hay relación bilateral de mayor importancia. Al subrayarlo, a veces se implica que es la única que de veras importa, en la que deben concentrarse recursos e iniciativas. Con un enfoque utilitario, inmediatista, se asegura que ofrece mayores rendimientos, dado el enorme caudal acumulado a lo largo del tiempo. Este punto de vista ha prevalecido en varias épocas, en particular en los últimos tres decenios. Dada la geografía y ya entrados en gastos –se alega–, hay que ir más adelante por el mismo camino. Un ejemplo se halla en Un futuro para México”, texto que Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda publicaron en Nexos en diciembre de 2009 y que ha sido debatido con alguna amplitud.
La preponderancia, histórica y futura, de la relación bilateral con Estados Unidos exige asumirla en su dimensión e importancia reales y, sobre esta base, en lugar de persistir en el camino seguido desde los años 90, trazar para ella un rumbo distinto, que rechace la subordinación, abata la vulnerabilidad, disminuya la dependencia –que ha llegado a ser umbilical– y multiplique las opciones. Este objetivo no puede alcanzarse sin reconstruir el conjunto de la política exterior del Estado mexicano, de suerte que México se constituya en actor relevante de una globalidad en trance de profunda transformación a partir, por lo menos, de la Gran Recesión.
Como coincidencia que ocurre cada 12 años, en 2012 México y Estados Unidos elegirán jefe de Estado. Para ambos son elecciones definitorias. México está enfrentado a una opción nítida: persistir en la orientación en general errada que ha seguido al menos por tres decenios y que se ha extraviado aún más en este siglo, o adoptar un nuevo proyecto de nación, que corrija en profundidad ese rumbo. En Estados Unidos, con la crisis y sus secuelas y como reacción al resultado electoral de 2008, que llevó por primera vez a un ciudadano afroestadunidense al Ejecutivo, se cierne el riesgo de un retroceso histórico que encumbre, al menos por un cuatrenio, al conservadurismo extremo y fundamentalista.
Podrá alegarse que muchas de las propuestas radicales de los precandidatos republicanos son sólo ruido de campaña. Lo cierto es que inclinan el eje del debate público y crean ambientes de opinión que será difícil revertir, cualquiera que sea el resultado. En México, un tercer gobierno del PAN aceleraría la deriva autoritaria, insistiría en el desmantelamiento del Estado laico y mantendría políticas económicas, sociales, educativas y culturales contrarias a los intereses de la mayoría emprobrecida. El PRI propone en esencia un retorno al presidencialismo omnímodo, en nombre de la eficacia como atributo máximo del gobernante. El proyecto alternativo de la izquierda, que continúa integrándose y precisándose, ofrece la posibilidad de un futuro diferente, construido a partir de un combate frontal a la desigualdad, que alentaría la recuperación del crecimiento.
Por lo anterior, en mayor grado que en cualquier momento del pasado reciente, el futuro de la relación bilateral pende de los resultados electorales de julio y noviembre. Muchas de las oportunidades de corregir el sentido de esa relación, a favor de ambos países, suponen que México elija la opción progresista y que en Estados Unidos mantenga el poder un gobierno dispuesto al diálogo, la negociación y el entendimiento. En cualquier circunstancia, por supuesto, habrá que pugnar porque México corrija el rumbo de sus relaciones con el vecino del norte, pero con la derecha entronizada la tarea sería mucho más difícil y compleja, si es que acaso se emprende.
La primera reacción de la prueba de ácido alude al segmento más sensible e importante de la relación bilateral, el de la legislación y las acciones migratorias estadunidenses, que afectan a uno de cada 10 mexicanos. En el último decenio, dos acontecimientos deterioraron las condiciones y actitudes que encuentran los emigrantes: la obsesiva prioridad otorgada desde septiembre de 2001 a la seguridad interna y la explosión de los niveles de desocupación traída por la crisis. Provocaron tanto la reducción de la demanda de trabajadores inmigrados como el reforzamiento de los prejucios, la discriminación y el rechazo que sufren.
Sin apoyo legislativo, se extremaron las prácticas restrictivas de autoridades federales y locales. Se pensó que el endurecimiento de las acciones represivas –como multiplicar las inspecciones de centros de trabajo en busca de inmigrados irregulares por deportar o la exclusión de ellos y sus familias de los servicios públicos de educación y salud– ayudaría a movilizar apoyo para iniciativas inteligentes, como la llamada Dream Act. Los resultados fueron dolorosamente contraproducentes. Algunos estados de la Unión adoptaron leyes migratorias dictadas por la intolerancia, al margen de la legislación federal en la materia.
El contenido y tono del debate político-electoral sobre migración en Estados Unidos parece cerrar casi todas las opciones de reforma, excepto las más desfavorables. Si el gobierno estadunidense decide emprender la reforma de fondo de su legislación migratoria, correspondería a México, en primer lugar, señalar con claridad los requisitos esenciales que deberían satisfacerse para hacerla compatible con los derechos humanos y laborales de los mexicanos –y otros extranjeros– que se encuentran en ese país, con independencia de su calidad migratoria. Deben establecerse y publicitarse los límites que cualquier legislación nacional estadunidense debe respetar para no resultar violatoria de la legalidad internacional. Si bien es facultad soberana de los estados legislar en materia migratoria, es claro que toda legislación nacional debe respetar y ser congruente con los derechos reconocidos en instrumentos internacionales y proscribir toda forma de discriminación de los inmigrados.
Habría que emprender, además, un amplio ejercicio de cabildeo con organizaciones políticas, sociales y sindicales estadunidenses a favor de los contenidos básicos de cualquier nueva legislación migratoria. Las comunidades mexicanas residentes en aquel país serían aliadas invaluables en esta amplia tarea de información y convencimiento. Es indispensable responder a la retórica antimigrante. En paralelo, deberían corregirse en México las vergonzosas prácticas y actitudes frente a los emigrantes que cruzan el territorio nacional.
Debería buscarse también el apoyo de gobiernos latinoamericanos interesados en posibles planteamientos comunes y, más allá, la consideración del tema en organismos multilaterales como la OIT, el Ecosoc y la Asamblea General de la ONU, cuyas agendas comprenden la migración y los trabajadores migrantes
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