Cinecittà lucha por su supervivencia
Viaje al corazón del conflicto por el futuro de los estudios. Trabajadores mantienen un encierro para evitar el cierre del ‘Hollywood del Tíber'
“Cinecittà ocupada”. La frase amenazante, escrita con trazo urgente
en una pancarta, cubre parcialmente el cartel que anuncia el ingreso a
uno de los grandes mitos de la historia del cine. Estamos en vía
Tuscolana, allí donde Roma se esfuma a los pies de sus colinas. Al lado
de las puertas de cristal que custodian los históricos estudios
italianos, el Hollywood del Tíber, se adivinan las fotos en blanco y
negro de Marcello Mastroianni o Claudia Cardinale, así como una
caricatura de un Federico Fellini titiritero que conduce un baile de Ginger y Fred
(rodado aquí en 1985). “Luchamos también para vosotros”, ha escrito
alguien con un rotulador. Una quincena de tiendas, varias mesas de
plástico y un par de neveras ocupan el pequeño jardín de al lado: allí
acampan desde hace un mes los 220 trabajadores de un lugar que parece
construido con el material del que están hechos los sueños.
Protestan contra el plan industrial presentado por la sociedad privada que gestiona las 400 hectáreas de suelo público sobre las que se levantan los estudios. Con el objetivo de revitalizar el comercio, su presidente Luigi Abete ha llegado a un acuerdo con otros dos empresarios —el productor Aurelio De Laurentis y el propietario de la empresa de calzados Tod’s, Diego della Valle— para construir entre los 21 platós un complejo hotelero, dos piscinas, un aparcamiento de seis mil plazas y, además, la edificación a las afueras de Roma de un parque temático sobre el cine. “Los nuevos servicios van a atraer a nuevos clientes. Cinecittà no muere”, afirma Abete, “sino que se enfrenta con energía renovada al futuro del séptimo arte”.
El proyecto prevé el trasvase a otras sociedades de la mayoría de los artesanos que llevan toda una vida trabajando en Cinecittà. “Entré a mediados de los ochenta”, recuerda con genuino acento romano Ruggero Merzetti, de 49 años. “Desde entonces construí escenografías para Fellini o Scorsese y aprendí el oficio de los que montaron el Coliseo para Ben-Hur o el Egipto de Cleopatra”. Los 53 carpinteros, albañiles, estucadores o pintores que preparan las escenografías de Cinecittà pasarían a una empresa encargada de construir el parque de atracciones, a unos 40 kilómetros de la capital. Los 90 empleados de la posproducción (revelado o montaje) pasarán a la multinacional estadounidense American Deluxe, con una garantía de entre 3 y 5 años. La misma suerte correrán los electricistas o los técnicos de refrigeración. “¿Y después?”, se preguntan.
La señora sin camelas (1953), de M. Antonioni.
La dolce vita (1960), de Federico Fellini.
Cleopatra (1963), de Joseph L. Mankiewicz.
La Traviata (1982), de Franco Zeffirelli.
La familia (1987), de E. Scola.
Máximo riesgo (1993), de Renny Harlin.
Pandillas de Nueva York (2002), de Scorsese.
El nombre de la rosa (1986), de J. J. Annaud.
Las aventuras del barón de Munchausen (1988), de Terry Gilliam.
“Todos los sindicatos estamos de vuestro lado”, arenga Susanna
Camusso, secretaria de la mayor confederación italiana, CGIL, durante
una asamblea celebrada entre las tiendas. “El pleito de Cinecittà no es
una lucha nostálgica para mantenerse aferrados al pasado. Es el enésimo
ejemplo de la actual aridez cultural de nuestro país, de la falta de
inversiones en nuestro patrimonio, del desinterés de las instituciones
que delegan a lo privado la gestión del bien público”. “Si quieren
gastar dinero, que inviertan en reformar los estudios existentes y en
atraer nuevas producciones”, le hace eco Francesco Mancini, escenógrafo.
Los trabajadores defienden hoy el sueño lejano —algo megalómano— del dictador Benito Mussolini, quien inauguró su particular parque cinéfilo el 28 de abril de 1937. Cinecittà fue un éxito inmediato. Enseguida se transformó en un centro de producción de vanguardia en el panorama internacional. “Del neorrealismo a la comedia a la italiana, de Rossellini y Fellini a Pasolini y Visconti, de las grandes producciones estadounidenses (Quo vadis?, Cleopatra o Ben Hur) a las películas del Oeste de Leone, Cinecittà vivió momentos memorables”, cuenta Franco Mariotti, durante 25 años al frente de la comunicación de los estudios y autor de varios volúmenes sobre la historia del Hollywood italiana. “Era una fiesta estrafalaria y genial, el espíritu mismo de la de dolce vita”. Mariotti matiza enseguida que el mito tenía los pies bien arraigados en la tierra: en 75 años de historia entre sus naves bajas y sobrias, en puro estilo fascista, han sido posibles más de 3.000 películas, 37 de las cuales merecieron un Oscar.
La tendencia se ha invertido en las últimas dos décadas. El trabajo escasea. Varios factores contribuyen: el cambio dólar-euro no es conveniente; la afirmación del digital (tanto en el rodaje como en la posproducción) no juega precisamente a favor del modo en el que se hacen las cosas aquí. Por el precio al que construyeron la aldea y la torre medieval de El nombre de la rosa, hoy conviene más viajar a un castillo y alquilarlo por un mes. Si Fellini reconstruyó la Fontana de Trevi o la via Veneto de los paparazzi, hoy resulta mucho más barato cortar el tráfico y rodar por la ciudad, como hizo por ejemplo Woody Allen el año pasado. O irse a Marruecos o Rumanía, donde la mano de obra cuesta menos.
En 1998 la gestión de los estudios pasó a manos privadas, mientras Cultura se quedó solo con el 20%. No sirvió para detener la hemorragia. “No se hicieron inversiones para ponerse al día con la competencia”, considera Felice Laudadio, antiguo presidente de Cinecittà. “Hoy producir cine aquí cuesta un 30% más que fuera”. Por eso se producen sobre todo programas y series para la televisión, como Gran Hermano o los capítulos del Commisario Montalbano inspirados a las novelas de Andrea Camilleri.
La atmósfera que se respira entre los pabellones y las calles de la ciudadela del cine es de todo menos alegre. “Con mis manos sé traducir en realidad las fantasías. No se puede echar a perder este patrimonio”, afirma emocionado Mario Midolo, escenógrafo carpintero. Recorriendo las vías arboladas, desiertas y silenciosas en una canícula que huele a pino, la sensación es la de un paseo por las ruinas romanas. El estudio cinco, el más grande, el favorito de Fellini, es un elefante amarillo y mudo. Del interior sale olor a quemado. Es por el incendio producido hace una semana, quién sabe si como el preludio de un ocaso de los dioses definitivo.
Protestan contra el plan industrial presentado por la sociedad privada que gestiona las 400 hectáreas de suelo público sobre las que se levantan los estudios. Con el objetivo de revitalizar el comercio, su presidente Luigi Abete ha llegado a un acuerdo con otros dos empresarios —el productor Aurelio De Laurentis y el propietario de la empresa de calzados Tod’s, Diego della Valle— para construir entre los 21 platós un complejo hotelero, dos piscinas, un aparcamiento de seis mil plazas y, además, la edificación a las afueras de Roma de un parque temático sobre el cine. “Los nuevos servicios van a atraer a nuevos clientes. Cinecittà no muere”, afirma Abete, “sino que se enfrenta con energía renovada al futuro del séptimo arte”.
El proyecto prevé el trasvase a otras sociedades de la mayoría de los artesanos que llevan toda una vida trabajando en Cinecittà. “Entré a mediados de los ochenta”, recuerda con genuino acento romano Ruggero Merzetti, de 49 años. “Desde entonces construí escenografías para Fellini o Scorsese y aprendí el oficio de los que montaron el Coliseo para Ben-Hur o el Egipto de Cleopatra”. Los 53 carpinteros, albañiles, estucadores o pintores que preparan las escenografías de Cinecittà pasarían a una empresa encargada de construir el parque de atracciones, a unos 40 kilómetros de la capital. Los 90 empleados de la posproducción (revelado o montaje) pasarán a la multinacional estadounidense American Deluxe, con una garantía de entre 3 y 5 años. La misma suerte correrán los electricistas o los técnicos de refrigeración. “¿Y después?”, se preguntan.
Se rodaron allí
Quo vadis (1951), de Melvin Le Roy.La señora sin camelas (1953), de M. Antonioni.
La dolce vita (1960), de Federico Fellini.
Cleopatra (1963), de Joseph L. Mankiewicz.
La Traviata (1982), de Franco Zeffirelli.
La familia (1987), de E. Scola.
Máximo riesgo (1993), de Renny Harlin.
Pandillas de Nueva York (2002), de Scorsese.
El nombre de la rosa (1986), de J. J. Annaud.
Las aventuras del barón de Munchausen (1988), de Terry Gilliam.
Los trabajadores defienden hoy el sueño lejano —algo megalómano— del dictador Benito Mussolini, quien inauguró su particular parque cinéfilo el 28 de abril de 1937. Cinecittà fue un éxito inmediato. Enseguida se transformó en un centro de producción de vanguardia en el panorama internacional. “Del neorrealismo a la comedia a la italiana, de Rossellini y Fellini a Pasolini y Visconti, de las grandes producciones estadounidenses (Quo vadis?, Cleopatra o Ben Hur) a las películas del Oeste de Leone, Cinecittà vivió momentos memorables”, cuenta Franco Mariotti, durante 25 años al frente de la comunicación de los estudios y autor de varios volúmenes sobre la historia del Hollywood italiana. “Era una fiesta estrafalaria y genial, el espíritu mismo de la de dolce vita”. Mariotti matiza enseguida que el mito tenía los pies bien arraigados en la tierra: en 75 años de historia entre sus naves bajas y sobrias, en puro estilo fascista, han sido posibles más de 3.000 películas, 37 de las cuales merecieron un Oscar.
La tendencia se ha invertido en las últimas dos décadas. El trabajo escasea. Varios factores contribuyen: el cambio dólar-euro no es conveniente; la afirmación del digital (tanto en el rodaje como en la posproducción) no juega precisamente a favor del modo en el que se hacen las cosas aquí. Por el precio al que construyeron la aldea y la torre medieval de El nombre de la rosa, hoy conviene más viajar a un castillo y alquilarlo por un mes. Si Fellini reconstruyó la Fontana de Trevi o la via Veneto de los paparazzi, hoy resulta mucho más barato cortar el tráfico y rodar por la ciudad, como hizo por ejemplo Woody Allen el año pasado. O irse a Marruecos o Rumanía, donde la mano de obra cuesta menos.
En 1998 la gestión de los estudios pasó a manos privadas, mientras Cultura se quedó solo con el 20%. No sirvió para detener la hemorragia. “No se hicieron inversiones para ponerse al día con la competencia”, considera Felice Laudadio, antiguo presidente de Cinecittà. “Hoy producir cine aquí cuesta un 30% más que fuera”. Por eso se producen sobre todo programas y series para la televisión, como Gran Hermano o los capítulos del Commisario Montalbano inspirados a las novelas de Andrea Camilleri.
La atmósfera que se respira entre los pabellones y las calles de la ciudadela del cine es de todo menos alegre. “Con mis manos sé traducir en realidad las fantasías. No se puede echar a perder este patrimonio”, afirma emocionado Mario Midolo, escenógrafo carpintero. Recorriendo las vías arboladas, desiertas y silenciosas en una canícula que huele a pino, la sensación es la de un paseo por las ruinas romanas. El estudio cinco, el más grande, el favorito de Fellini, es un elefante amarillo y mudo. Del interior sale olor a quemado. Es por el incendio producido hace una semana, quién sabe si como el preludio de un ocaso de los dioses definitivo.
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