Victoria Schussheim
Claudia Canales
Desde lo alto de
aquella terraza observé el valle a la luz del poniente. Un espejismo que
se extendía más allá de las torres y las cúpulas, de las buganvilias
aferradas a los umbrales, de las hileras de macetones limítrofes. En la
terraza vecina, de menor altura, un adolescente retiraba con parsimonia
los adornos que había colgado sobre la fachada con motivo de las
fiestas: una, dos, seis piñatas cuyos penachos coloridos se agitaban con
el vientecillo de enero. Izando las piñatas con los brazos, el joven
descendió por una escalera de caracol hasta que lo perdí de vista. Casi
al mismo tiempo se soltaron las campanadas de las cinco de la tarde.
Victoria y yo alguna vez hablamos de campanas. También de buganvilias
y de barro. Seguramente de piñatas. Nuestra amistad pasaba por
regocijos y trivialidades. Recorría itinerarios previstos en los que
estallábamos de risa o se perdía en cavilaciones erráticas que nos
tornaban graves y hasta silenciosas. Pero esos puntos suspensivos no
eran sino otra manera de enlazar nuestras voces roncas (la suya mucho
más que la mía) en una misma conversación interminable.¿Qué puedo contar de Victoria Schussheim que vaya más allá de mis recuerdos y mi pena? Desde luego su vehemente amor al trabajo, su capacidad creativa, una curiosidad por la vida que abarcaba galaxias, tipografías y plantas fanerógamas. Editora de excelencia, pionera de la divulgación científica, maestra de editores y divulgadores, su mayor empeño (y tenía muchos) era que la ciencia fuese parte indisociable de la cultura. De ahí el esfuerzo sostenido de Viajeros del conocimiento, colección emblemática que allá por los años 80 del siglo pasado y bajo el sello de Pangea Editores acercó a millares de jóvenes a los textos de Darwin, Galileo, Mendel, Oparin, en fin… la lista es larga. Pulcramente traducidos, sabiamente apostillados y con estudios introductorios de primera, aquellos libritos urdidos por Victoria y publicados a punta de esfuerzo fueron un parteaguas en la historia de la difusión de la ciencia en nuestro país. Aunque antropóloga de profesión –carrera que la trajo a México y la convirtió en discípula de Ángel Palerm–, sus héroes culturales eran Linneo y Mendeléyev, tal vez porque ambos compartían ese espíritu de sistema en el que ella veía una forma de la belleza.
Cuánto pensé en Victoria desde aquella terraza de San Miguel de Allende, sabiendo que se iba. Y en ese que fue el primer atardecer del año y el último de su vida quise detenerla como al paisaje y las buganvilias. Retenerla como al joven antes de desaparecer por la escalera de caracol. Asirla con todas mis fuerzas, como ahora la memoria de su gran inteligencia y su sentido del humor y su bondad y su calor. Porque su amistad era otra forma de la belleza.
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