Ante la mirada del otro que me conoce emerge toda una objetividad compartida, respecto de la cual adopto diversas actitudes constituyentes, encaminadas bien a dar más realidad a esa existencia compartida, o bien a quitársela.
Está claro que yo, como persona protagonista del ser y el estar, soy el que opto por alguna de estas posibilidades. La mirada del otro me plantea la vigencia de la realidad en la que ambos estamos implicados. Aceptación o rechazo de esta realidad es lo que se juega en esta relación interpersonal.
No pocas veces los viejos amigos se funden, tras mirarse mutuamente, en un abrazo y emprenden, con nuevos bríos, la constitución de una nueva relación ya conocida. Recrean su mundo comunitario y se siente ampliamente acogidos en él. Esta especie de huída al pasado parece suministrarles nueva vida y compensarles de los sinsabores de su vida cotidiana.
Surge una especie de nostalgia compartida por la existencia de un mundo ido, pero que forma parte ya de sus identidades. el estar es proyecto, pero este proyecto, indistintamente, puede serlo respecto de lo acontecido ya. Esta es una manifestación más de que el pasado solo tiene identidad en un presente proyectado. La mirada del otro conocido me ofrece parte de la historia que soy; historia que yo he ido modificando continuamente, pero que él me la presenta como fue.
Yo soy un presente cambiante; la mirada del otro conocido me trae la historia que fue. Esto significa que nosotros podemos utilizar nuestra libertad constituyente para modificar la realidad, pero que la mirada del otro conocido me reenvía a como las cosas fueron verdaderamente. Yo, que soy temporalidad, me tengo que enfrentar con mi historicidad.
A medida que vivo, como persona que soy, ejerzo mi libertad constituyente en comunicación con los otros. Esa es mi única realidad. Pero junto a ella están todos esos otros que son depositarios de mi historia y que yo no puedo cambiar.
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