De nuevo en la plaza Tahrir
Robert Fisk
En estos días en la plaza Tahrir se puede conseguir lo que sea. Maíz en mazorca, té, café, maletas, vacaciones baratas en Sharmel-Sheikh, queso feta, cohetes, basura, huevos, cartuchos vacíos de gas lacrimógeno y montones de discusiones y rimeros de pancartas que exaltan el valor de los mártires y la perversidad de los policías. Incluso hay algunos miles de personas cada día –hoy, los revolucionarios convocan a reunir otro millón–, pero los muchos más millones que hicieron fila para votar el lunes y el martes han puesto en duda la integridad de la plaza.
¿Quién representa hoy a Egipto? ¿Los jóvenes revolucionarios seculares en la plaza, o la creciente lista de candidatos islamitas exitosos –Hermanos Musulmanes y, lo que resulta sorprendente, un número cada vez mayor de salafistas– con sus millones de votos? Sin duda no el mariscal de campo Mohamed Hussein Tantawi, gobernante militar del país, cuya mirada reprobatoria aparece en carteles de la plaza. Debería deshacerse de la ridícula gorrita de beisbolista estadunidense y ponerse una cuartelera militar reglamentaria, como todos sus hombres. Todas las mañanas espero verlo saltar la cama y decir tres veces: “No fui electo, no fui electo, no fui electo”. Porque de eso se trata, ¿no? Tahrir no fue electa. Tantawi tampoco.
Se pueden pintar mil paisajes en Tahrir. Habrá un gran levantamiento aquí, me dicen en una tienda donde dan atención médica: una lucha titánica entre un Parlamento recién electo y el consejo militar, hasta que, por supuesto, los Hermanos Musulmanes hagan un pacto secreto con el ejército (lo sospecho, lo sospecho) para que Tantawi pueda gobernar como un Mubarak de clóset, la gran figura paterna que escapará del control militar permitiendo a los islamitas lidiar con las tareas de gobierno a cambio de privilegios de lesa majestad, un pouvoir por encima del pouvoir, como en Argelia.
En Tahrir es fácil ser cínico. Los revolucionarios –los jóvenes, los laicos, los hermanos y hermanas de los mártires de enero-febrero– quieren poner fin al consejo militar, a la renovada brutalidad de la policía secreta de seguridad del Estado, a la impunidad del Ministerio del Interior.
Incluso han reunido otro grupo de mártires: 42 en total, abatidos por francotiradores y policías el mes pasado con un gas lacrimógeno menos común, más sofocante, disparado a los ojos de los manifestantes. Cuarenta y nueve jóvenes perdieron la vista, y los hombres y mujeres de Tahrir han rebautizado el bulevar que conduce al Ministerio del Interior como “calle de los Ojos de la Libertad”, antes calle Mohamed Mahmoud. Resulta interesante: Mahmoud fue uno de los más terribles ministros del Interior hace ocho décadas, un acólito del partido Wafd que sirvió al rey Farouq y fue apresado por los británicos en Malta junto con ese estupendo jurista que fue Saad Zaghloul. Este último es el padre de todas las revoluciones egipcias –contra los británicos– y héroe de los revolucionarios de hoy en día. Su colega Mahmoud fue un Mubarak antes de Mubarak. Incluso llegó a primer ministro en 1928 y gobernó sin Parlamento durante 18 meses; uno de esos hombres de “ley y orden”. ¿Suena familiar, como dicen?
Pero la vieja plaza Tahrir de enero y febrero es hoy más un recuerdo que una inspiración. Es reconocible como el mismo lugar: los grandes y viejos conjuntos de departamentos y el maligno edificio de concreto Mugama, de la era soviética –gris tumba burocrática de abandonad-toda-esperanza-quienes-entren-aquí, cerrada por la revolución egipcia–, el Museo Egipcio con sus paredes rosadas, el bulto del viejo Hilton y el Ministerio del Exterior de Farouq. Pero el florecimiento de valor juvenil, la derrota de los policías y sus baltagis enajenados por las drogas, la alegría que brotó en cánticos espontáneos a la caída de Mubarak, han ido a dar al pozo de todas las revoluciones. Esperanzas traicionadas, partidos políticos secuestrados, policías de nuevo en las calles. Recuerdo una mujer que entonces me decía: “todo lo que queremos es que se vaya Mubarak”, y yo le comentaba que de seguro se refería también al sistema, pero de algún modo Tahrir en aquel tiempo sólo apuntaba a Mubarak, los soldados eran héroes y todo estaría bien en el mejor de los mundos posibles.
El pueblo ganó. El dictador cayó. Viva Egipto libre. Y luego resultó que Mubarak no había entregado el poder al presidente del tribunal constitucional –como ordenaba la Constitución egipcia de 1971–, sino a su viejo amigo Tantawi y a los otros 19 generales de quienes alguna vez Mubarak había sido comandante en la fuerza aérea. Y Tantawi siguió designando o aprobando a más amigos de Mubarak, entre ellos el pasado primer ministro Kamal Ganzouri, que había tenido el mismo cargo con Mubarak: un gobierno no electo, algunos de cuyos integrantes eran muy ancianos, “guiaría” ahora la revolución, viejos dirigiendo a jóvenes.
Parece increíble ahora que el consejo militar haya arrestado a tantos miles de manifestantes después de la revolución, que tantos hayan sido torturados por policías, que el ejército instituyera pruebas de virginidad para mujeres detenidas. Y sí, ¿qué hacen los soldados egipcios, realizar pruebas de virginidad a jóvenes egipcias? ¿Es de veras éste el mismo ejército de valientes que cruzó el canal de Suez en 1973 y recuperó la gloria militar de Egipto?
Fuera de libreta –desde luego–, un oficial del ejército explicó que las pruebas fueron para evitar que las mujeres alegaran después que habían sido violadas por los soldados. Luego, añadió con risa despectiva, descubrieron que de por sí las mujeres no eran vírgenes. ¡Cielos! No lejos de la plaza Tahrir ocurrió la escandalosa batalla sectaria en la que un vehículo blindado del ejército pasó por encima de cristianos coptos porque al parecer el conductor –me encantó la explicación– sufrió un “colapso” nervioso. Pero no, el pueblo no está contra el ejército. Los soldados son sus hermanos, tíos e hijos. Es el consejo militar.
Los consejeros se las ingeniaron para encontrar unos cuantos miles de egipcios que se manifestaron en su favor, en un festín de amor al régimen como los que veíamos en El Cairo en tiempos de Mubarak, en Túnez con Ben Alí, en Trípoli con Kadafi, en Damasco con Assad, en Saná con Saleh y en Bahrein con el rey. Es como si Blair hubiera podido organizar un mitin en favor de la fe cuando 2 millones marcharon en Londres contra la guerra en Irak.
Pero no todo el espíritu de Tahrir se ha evaporado. Wissam Mohamed, traductora de 26 años que termina su maestría en ciencia política y lleva una pañoleta en la cabeza, afirma que sigue siendo revolucionaria y cree que el consejo militar no entregará el poder si no hay más protestas del “pueblo”. Lamenta que muchos de los muertos y heridos el mes pasado fueran jóvenes y de familias pobres. Siente que en realidad Mubarak –el granjero señor Smith de 1984, de Orwell– no se ha ido. “El señor Smith nunca se fue –dice–. Sus hombres siguen aquí. Hasta podrían volver a ponerlo en palacio.”
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